La mayor parte del cine fantástico tiene una segunda lectura. A veces hay detrás una alegoría que podemos transportar al mundo real, de manera más clara o más abierta a interpretación. A veces, simplemente representa unas emociones que son universales y que son ajenas a la fantasía. Generalmente, en la medida en que esto funcione, el espectador conecta más o menos con la película. Parece que hay una serie de cineastas que han decidido eliminar el nivel simbólico y ofrecer el mensaje telegrafiado, relegando el componente fantástico a un bonito diseño de efectos digitales.
Un ejemplo de esto es la decepcionante Distrito 9, que en su afán por simbolizar con extraterrestres la discriminación racial, era, a todos los efectos, exactamente lo que supuestamente representaba. Si eliminabas los CGI y debajo aparecían actores negros, podría ser una historia sobre Sudáfrica, sin cambiar nada más. Otro ejemplo es The Babadook, una supuesta historia de terror que, en realidad, era un drama sobre una madre superada por su hijo problemático. Punto. Eso sí, con un diseño estético más consumible. Suelo llamarle a esto “espinacas con bechamel”, que no deja de ser verdura, pero con un poco de bechamel la puedes hace tragar mejor.
Un monstruo viene a verme es exactamente eso. Tiene un diseño bonito, el concept art tiene tanta relevancia que casi es un elemento de la trama -el libro que el protagonista ojea al final podría ser el que nos enseñan en los making of. Pero realmente, no aporta nada el elemento fantástico en esta película, más allá de la pirotecnia digital. Poco importa que el visitante sea un monstruoso árbol milenario, cuando su única función es la de contar un cuento. Hay en este sentido un guiño a su abuelo (la voz del monstruo es de Liam Neeson, que es el que aparece en las fotos), pero no es un guiño, es lo que es. La película sería exactamente la misma si se titulara Mi abuelo viene a verme. Algo como el abuelo de La princesa prometida contándole cuentos a su nieto. No es trivial la cuestión de si un elemento tan central cambia o no el conjunto; está relacionado con su irrelevancia.
La primera aparición del monstruo no tiene ninguna emoción asociada. No hay misterio y, desde luego, no hay miedo. Ni siquiera el chaval siente miedo o intriga. Es tan obvio, incluso para él, que el monstruo es parte de su imaginación, que no hay ninguna postura emocional al respecto. Incluso en ET, en donde el extraterrestre era entrañable, hay una aparición de oscuridad y misterio. Hay cine. El monstruo de Juan Antonio Bayona es solo un diseño bonito -muy bonito, lo pondría de adorno en la mesita del salón. La destrucción que deja a su paso solo es un empacho de efectos especiales y sonido atronador: mañana por la mañana estará todo en su sitio.
Y mira que la madre enferma o muerta es un recurso suficientemente trabajado en este tipo de cine, como para no fallar. Cualquiera se acordará de La historia interminable donde la madre se había muerto, también había bullying y el chaval se refugiaba en los cuentos. Más recientemente, tenemos algo parecido con Guardianes de la Galaxia. Pero en ambos casos, una vez centrados en el mundo de fantasía, esa fantasía importa, lo que ocurre tiene relevancia, más allá de que haya una segunda lectura.
La película se queda, por tanto, en un drama familiar, con golpe al lacrimal, bastante manido y donde el componente fantástico solo aporta colorines. Hay que decir que esos “colorines” están muy logrados, como en la animación del primer cuento. Por lo demás, una historia bastante gris y sin demasiado talento, que deja algunos apuntes más o menos salvables acerca de madurar y asumir las propias contradicciones. Todo explicado con megáfono para que nadie se pierda. Una especie de Donde viven los monstruos con manual de instrucciones. Con los subrayados sentimentales habituales de Bayona, apoyados en una banda sonora cargante.