Reseña de The Rider
Una cabeza rota, surcada por una gran herida cerrada con grapas. Eso es lo primero que vemos de Brady (Brady Jandreau), un jinete que ha sufrido un grave accidente durante un rodeo. Esa cabeza rota simboliza otra ruptura irreconciliable, la que se ha producido entre el propio Brady y su cuerpo, que parecen seguir caminos distintos. Brady quiere montar, hacer lo que sabe hacer, lo que le hace sentir vivo, lo que le define; pero su cuerpo no puede hacerlo, no le obedece, a veces actúa por su propia cuenta y se ha convertido en una prisión para si mismo. Ese es el núcleo de The Rider, la segunda película de la directora Chloé Zhao tras Songs My Brothers Taught Me, que ha ganado el premio CICAE de la Quincena de realizadores de Cannes y la Espiga de Oro en Valladolid entre otros muchos premios.
Brady vive con su padre y su hermana discapacitada en un remolque en una zona rural de Dakota del Sur -cerca de la reserva india de la primera película de Zhao-. Apenas tienen ingresos para subsistir y en ese lugar tampoco es que haya muchas posibilidades para buscarse la vida. Es esa américa que se resiste a desaparecer, orgullosa de su pasado, de sus tradiciones, de sus valores, pero que va quedándose atrás. En ese entorno, con unos amigos que le animan a volver a montar y una familia aterrada por que lo vuelva a hacer, Brady se enfrenta al dilema de renunciar a montar, renunciar a su identidad, o arriesgarse a terminar como su amigo Lane que tras un accidente similar sufrió daños cerebrales severos y ahora apenas puede moverse y no puede hablar. Desaparecer, en cualquier caso.
Con estos parámetros es fácil pensar que esta película ya la hemos visto antes; pero sería un error. La visión que ofrece The Rider es muy distinta a lo que estamos acostumbrados a ver. Hay una tendencia en este tipo de argumentos a construir los personajes en torno al drama, pero Chloé Zhao construye un drama en torno a los personajes. Y lo hace con una sensibilidad desbordante, que contrasta con la idea que tenemos de un mundo tan rudo y masculino. Por eso tan fácil empatizar con una historia que tiene unos rasgos tan marcados y locales. Porque los sentimiento de perder algo, de sufrir un cambio súbito y no deseado, de tener que renunciar algo querido, son universales.
Chloé Zhao mezcla con muchísimo acierto un tono realista con otro mucho más lírico. Las imágenes se sienten reales, duras y directas como ese vídeo de youtube que muestra el accidente de Brady, como las visitas de Brady a Lane, como la rutina de un trabajo gris. Pero también evocadoras gracias a la magnífica fotografía de Joshua James Richards que, por momentos, nos hace recordar a Días del cielo de Terrence Mallick. Esos atardeceres, con el sol desapareciendo inexhorablemente por el horizonte, tienen además mucho significado. En cuanto al tono, Zhao se aleja siempre del melodrama y deja espacio a los personajes para crecer incluso en los momentos más cercanos e íntimos. Siempre más pendiente de las reacciones -desde una mirada o un gesto a una pelea- que de los detonantes, la directora trata a los personajes con respeto y ternura, dejando que sea el espectador quien haga sus propias valoraciones.
Brady, su familia, Lane, los amigos… todos aparecen muy reales en pantalla quizá porque están interpretando versiones de si mismos. No son actores profesionales. De hecho la directora encontró a Brady Jandreau cuando estaba rodando su anterior película y en la vida real es, efectivamente, un jinete de rodeo que sufrió un accidente muy similar al de su personaje. Lo mismo con el resto del reparto. La conexión de Chloé Zhao con ellos y la manera que ha sabido captar la esencia de ese mundo es sorprendente si tenemos en cuenta que estamos hablando de una mujer que nació en China y pasó la adolescencia en Reino Unido antes de ir a estudiar ciencias políticas a Estados Unidos. Dos mundos que parecen totalmente distintos, pero que se unen cuando ponemos el acento en las personas, sus relaciones y sus sentimientos.