“Para mí, esta no es una película sobre el pasado. Intenta hablar sobre el presente, sobre nosotros y nuestra similitud con los perpetradores, no nuestra similitud con las víctimas”. En esta respuesta que daba el director Jonathan Glazer en una entrevista para The Guardian, se resumen casi todas las decisiones temáticas y estéticas de La zona de interés.
La zona de interés es una libre adaptación de la novela homónima de Martin Amis. En ella se muestra la vida de la familia de Rudolf Höss, uno de los más relevantes artífices del Holocausto, residiendo junto al tristemente famoso campo de concentración de Auschwitz. No veremos nada de lo que ocurre al otro lado de los muros, y sin embargo, estará presente toda la película a través del sonido y de aquello que nuestra imaginación rellena sin problemas a partir de detalles, después de haber visto infinidad de películas sobre el tema. La zona de interés supone así un enfoque completamente nuevo de un tema muy trillado. Una película sobrecogedora que nos apela a todos los espectadores de nuestros días.
Presente y objetividad
Glazer asume riesgos formales para defender las ideas centrales de su premisa. Una película que hable sobre el presente, no sobre el pasado. Este punto de partida le llevó a él y al director de foto, Lukasz Zal (Ida, Cold War), a utilizar únicamente herramientas del siglo XXI para evitar que tuviera un estilo histórico. Justo lo contrario de lo que hace Alexander Payne en otra película que tenemos en cartelera, Los que se quedan, también muy interesante pero muy diferente. En ella, para situar claramente el tiempo de la acción se recurre a elementos propios del cine de la época, desde los créditos hasta la música, pasando por la textura y la narración. Aquí es justo lo contrario, se huye de cualquier decisión que marque la época, empezando por los materiales del rodaje.
Por supuesto, está rodada en digital. Además, los interiores de la casa se grabaron de una manera muy particular. Cada día Zal y su equipo colocaban hasta diez cámaras distribuidas por la casa, utilizando fibra óptica para tener unos puntos de grabación discretos. Después, en el set solo se encontraban los actores que interpretaban sin tener demasiada idea de dónde estaban las cámaras exactamente. En su anterior película, Under the Skin, Glazer había trabajado con cámara oculta y actores no profesionales que no sabían que estaban siendo grabados. Aquí los actores saben lo que hacen pero no tienen presente las cámaras. Mientras, el director con el resto del equipo estaban encerrados en el sótano supervisando todo. A veces ruedan escenas de guión y otras improvisan situaciones cotidianas. Este sistema, tanto de grabación como de interpretación, provoca una sensación similar a la de los realities, que tienen varias cámaras instaladas y van siguiendo a los personajes a través del montaje. En palabras del propio Glazer: un Gran Hermano en una casa nazi.
Esta idea de reality está muy conseguida y es totalmente reconocible, lo que transmite al espectador principalmente dos ideas: realidad y actualidad. Glazer pretende transmitir realismo y naturalidad por encima del gusto estético elegante que Zal ha mostrado en sus trabajos para Pawlikowski. Quiere ser objetivo, honesto. Quiere más que un retrato, una disección. Por eso escapa de los primeros planos que podrían manipularnos emocionalmente a través de la mirada de los personajes. Descarta la iluminación artificial que pueda marcar el tono. Casi todo está iluminado de manera natural y los exteriores ni siquiera buscan las horas más agradecidas del día. Pretende ser aséptico. Una de las pocas escenas que está iluminada de manera artificial para señalar una idea es cuando la madre de la protagonista se despierta y ve iluminado su cuarto por el fuego del campo. Es cuando uno de los personajes toma conciencia y es capaz de empatizar con el horror, cuando la asepsia desaparece y la señora ya no puede seguir viviendo en esa horrible neutralidad.
Zal tiene prohibido casi cualquier tipo de posicionamiento. Por ejemplo, trabajan con grandes profundidades de campo para evitar señalar un espacio concreto de la escena. Si tuvieran poca profundidad de campo tendrían que tomar la decisión de enfocar un lugar en detrimento de otro y ese sería un posicionamiento moral que Glazer no quiere aceptar. Es un desafío importante: por un lado, trabajar con luz natural, es decir, en condiciones de poca luz; por otro lado, buscar una amplia profundidad de campo, lo que implica cerrar bastante el diafragma. Para conseguirlo han trabajado con Leitz M 0.8, lentes de muy alta calidad que son capaces de ofrecer buenos resultados incluso grabando con una ISO 3200 (sensibilidad muy alta).
Que se utilice una mirada aséptica no quiere decir que la película lo sea, ni mucho menos. Al contrario, es una película muy sensorial y estremecedora. Precisamente esta transgresión de las convenciones cinematográficas es provocadora, la búsqueda de objetividad en la mirada del autor, que es en realidad imposible, es un estudio sobre el arte cinematográfico en sí mismo. Lo cierto es que esta frialdad al ser contrastada por la horrible visceralidad que percibimos al otro lado del muro, se convierte en algo terrible. Y por supuesto que echa mano de recursos formales expresivos. La música de Mica Levi es escasa pero apabullante. Todo el enorme trabajo de sonido -un año recopilando sonidos reales actuales de fábricas y similares- contiene gritos desgarrados y disparos.
En uno de los planos más sensoriales, centrado por completo en una flor roja, el sonido es cortado de golpe con un silencio atronador que nos hace más conscientes de que casi nos estábamos acostumbrando al horror sonoro, empatizando con la familia de nazis. Es un recurso similar al que utiliza Nolan en la explosión de la bomba de Oppenheimer. Una película que si bien tiene un enfoque mucho más Hollywood utiliza el sonido de una manera muy expresiva y narrativa y comparte algunas ideas con esta. También habla de la eficiencia por encima de la ética. Además también coinciden en una decisión tajante sobre el punto de vista del personaje, eliminando todo aquello que ellos no ven, obviando la violencia explícita. En ambas películas se usa un recurso sonoro para destacar uno de los temas centrales. Si en Oppenheimer se usa el sonido para transmitir que el peligro de la bomba son los aplausos de la opinión pública, en La zona de interés fuerza el silencio para explicar nuestra tolerancia al mal.
Yo he crecido junto a una zona ferroviaria bastante ruidosa día y noche. Mi cerebro estaba acostumbrado y eliminaba automáticamente el ruido. Esto es lo que le ocurre a esta familia. Ya no es que asuman el infierno que ruge al otro lado, es que ni siquiera lo oyen. En una escena entre padre e hijo a caballo, el padre le apremia a atender cierto sonido de un pájaro. De fondo sigue escuchándose el sufrimiento pero ellos son inmunes y solo puede escuchar la novedad, el sonido del pájaro. Es lo que nos ocurre a todos con el bombardeo continuo de noticias de horror en las redes sociales. Y para remarcar toda esta idea, Glazer corta el sonido a media película, golpeando con un plano rojo. Te recuerda que llevas toda la película escuchando ese horror y que ya no te afecta como en el primer minuto. Te conecta con los perpetradores, no con las víctimas. Así que la objetividad pretendida de la forma es, evidentemente, una pura apariencia. La película es violentamente sensorial.
Como decía antes, además de la realidad se busca la actualidad. El intento por buscar una mirada objetiva está claro que ha sido relevante en la forma. Pero al mismo tiempo, toda esta manera de rodar, en digital, con lentes especiales y con un estilo de reality nos lleva a una sensación de actualidad. Si obviamos el vestuario y peluquería -e incluso ese es un elemento que a veces se confunde con un vintage contemporáneo, el protagonista con el peinado nazi y el traje blanco no está tan lejos de alguna performance de Tangana- el resto tiene un aspecto actual. El formato de cámaras instaladas en la casa, además de a Gran Hermano nos puede remitir a algunas propuestas de found footage, como la saga de Paranormal Activity o, antes de ella, a la menos conocida pero mucho más interesante, Offscreen de Christoffer Boe.
No es una película que hable sobre el pasado. Habla sobre la banalización del mal, la capacidad de obviar el horror con el que convivimos. Habla de hoy y habla de nosotros. Por eso es una película mucho más incómoda que los acercamientos habituales al Holocausto, que hablan de lo malos que fueron otros en un tiempo que quedó atrás.
Habla de hoy y de nosotros
Cuando aparece en tu timeline de Twitter esa imagen horrible de un niño masacrado en Gaza, tu dedo entrenado hace scroll rápidamente para llegar a un lugar más seguro, quizá un chiste o un problema menos duro. No podemos vivir continuamente confrontados a los horrores del mundo, que no son pocos. Tenemos nuestra coraza ante las noticias. Ya casi hemos olvidado la guerra de Ucrania porque hay algo aún más salvaje. Quizá estas tragedias marquen tu voto, quizá incluso acudas a manifestaciones o protestes de alguna manera. Algunos hasta participarán de forma más activa para intentar mejorar la situación. Lo cierto es que de una manera u otra no puedes estar expuesto continuamente al horror, te volverías loco. Y en menor o mayor medida, optas por seguir con tu vida, trabajar, reír, preocuparte por nimiedades. Vivir a las puertas del infierno disfrutando de la protección de tu rutina. Dejas de oír.
Mientras, mueren los inmigrantes en el mediterráneo, o no tan lejos, aquí en el Bidasoa, como nos contaba Muguruza en su documental. Mientras, hay gente que aunque trabaja recogiendo naranjas todo el día tiene que vivir bajo un puente, hacemos como si el sistema no estuviera roto hace años y seguimos con nuestra vida. De todo esto habla esta película, de ti y de mí, ahora. No de los malvados nazis en los años 40 que actuaron de una manera incomprensible. Nos apela directamente a nosotros, a todos. No pretende que te sientas bien después de llorar viendo La lista de Schindler. Quiere remover. Pero no lo hace desde una posición moralista. Su empeño es la objetividad, observar a la humanidad con la fría curiosidad de la alienígena de Under the Skin, con la esperanza de comprender. Y de tanto observar, como aquella, es inevitable empatizar.
Seguramente Rudolf Höss es uno de los tipos más despreciables y dañinos que puedas imaginar, pero lo que vemos en la película es más que un nazi asqueroso. Es un entrepreneur que optimiza mejor que nadie su negocio. En esencia no es tan diferente que quien decide pagar 2€ la hora a ese recogedor de naranjas que vive debajo de un puente. La reunión de los altos cargos de las SS no parece demasiado diferente a una junta de accionistas decidiendo las condiciones aceptables de quienes cosen sus productos en Bangladesh. En la película se menciona explícitamente a Siemens, una de esas empresas que se aprovechó del horror para hacer dinero, hasta que empezaron a quedarse sin esclavos porque los estaban exterminando. En determinado momento se comenta medio en broma medio en serio -todo es en serio- que no se mate demasiado como para quedarse sin trabajadores. Al capitalismo el fascismo siempre le ha gustado con moderación, sin pasarse.
Todo el aspecto más nocivo del capitalismo está muy presente en la película. También es crucial la clase y el privilegio. Para que la protagonista sea una convencida “reina de Auschwitz” es importante que previamente se haya producido un sangriento ascenso social. Su madre limpiaba la casa de una judía que “quizá ahora esté al otro lado del muro”. Recibe las pertenencias de una mujer que ahora probablemente será ceniza, y ella se queda con lo más valioso, el abrigo de visón. El sufrimiento ajeno es necesario para sostener su bienestar económico. No tiene reparos en usar el pintalabios que encuentra en el bolsillo del abrigo, detalle de violación absoluta de la intimidad de la mujer anónima que ha muerto para que ella disfrute el lujo. Sufrimiento ajeno necesario para que el sistema siga funcionando. Es algo que vivimos cada vez que compramos un móvil o una camiseta. El terror con el que trabajan los criados y como llegan a ser reprendidos es otra imagen de la precariedad del trabajador actual.
Por supuesto, para llegar a estos extremos es necesario cosificar al máximo a quienes van a sufrir. Solo así se puede dejar de oír por completo los gritos. Otro ejemplo que nos lleva a la actualidad es la chica elegida para el disfrute sórdido del protagonista en las catacumbas, que después se limpia la polla con la rabia de quien se ha follado a una cosa sucia. Son bienes y productos. Ella no puede elegir por sus circunstancias, pero hoy en día la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución tampoco tienen demasiadas alternativas en la práctica.
Detrás de todo este horror, Glazer no pretende añadir un dilema moral a los personajes. Es mucho más honesto en eso que otras películas. Nos muestra como viven y punto. No se plantean si lo que hacen esta bien o mal, solo continúan. Höss no tiene una reflexión moral sobre si debería incinerar o no a personas, está más preocupado mejorando la eficiencia de los hornos o calculando la capacidad de gasear en una sala de techos altos. ¿Acaso ha tenido un dilema quien haya dado la orden de demoler recientemente una universidad en Gaza? ¿O está deseando presentar el informe de eficiencia a sus superiores por borrar del mapa el rastro del enemigo? En esto la película es crudamente honesta.
El único freno moral viene de su propio cuerpo hacia el final de la película, que se siente mal sin que él sepa exactamente el por qué de las nauseas. Es la alarma biológica de un organismo que está incentivado para la empatía a pesar de que nuestra racionalidad sea capaz de eliminarla de la ecuación. También vemos cómo después de la escalofriante escena del río con sus hijos, él termina expulsando ceniza con arcadas. Es literal por lo que ha ocurrido y también es una respuesta metafórica a lo que está haciendo delante de sus hijos. Unos hijos a los que quieren proteger frotando muy fuerte en la bañera pero que finalmente veremos que replican en su mundo la actitud de sus padres, cuando uno encierra al otro. Aunque también hay cierto espacio para la esperanza en los cuentos, donde la generosidad natural de la hija hace su aparición. La ficción, una vez más, como aliada de la empatía.
También hay tiempo para hablar de la rutina de la memoria histórica. Con ese momento en la actualidad en un museo, con trabajadoras que limpian ajenas al terrible simbolismo que se encuentra al otro lado del cristal. La incapacidad de conmover de continuo cuando lo que toca es pasar la aspiradora. La relativa eficacia de las obras en un mundo que no tiene demasiado tiempo para prestar atención. Seguimos trabajando, la rueda sigue girando y finalmente, ese museo solo es un lugar para que nos sintamos mejores recordando el infierno pasado. Es más fácil despotricar contra los chistes de Arévalo que revisarnos a nosotros mismos.
La zona de interés es una película que a fuerza de evitar mostrar abiertamente el horror, como ya se ha hecho muchas veces, consigue ser la más estremecedora de todas. Es un artefacto político. Glazer, junto con otros cineastas, como el citado Nolan o Ari Aster o Charlotte Wells o David Robert Mitchell o muchos otros, está reviviendo una manera de hacer cine que se sustenta en el uso del lenguaje cinematográfico, más allá de la pura narración explícita, la dictadura de la sinopsis y el espoiler, que nos venía asolando especialmente a través del imperio de las series y el mundo de Netflix.
La zona de interés es arte. Es Cine.