El llanto empieza -tras el prólogo- como una película de terror que parece demasiado preocupada por captar a los jóvenes, afirmando con exagerada insistencia los signos de nuestro tiempo: pantallas, música, mucho bluetooth. Poco a poco va observándose la relevancia dentro de la historia, y ya con el cambio a media película se entiende el empeño en marcar la época. Lo que parecía más una película de terror adolescente al uso para reventar la taquilla hispanoamericana, probablemente con Ester Expósito en La revuelta cuanto toque, empieza a convertirse en una obra más ambiciosa desde un punto de vista cinematográfico.
El llanto habla de un mal que se reproduce generación tras generación y lo hace a través del soporte audiovisual de cada tiempo. La pantalla del móvil o una videocámara de principios de siglo sirven para acercarse al mal que acecha en la imagen. Fantasmas en diferentes texturas visuales. No se trata solo de ambientar la época sino de definir las claves del género en cada momento. La primera parte podría ser perfectamente una producción Blumhouse de hoy en día, destinada a funcionar como un tiro en la taquilla, aprovechando todos los usos tecnológicos de la generación digital. También parece influida por It follows. Lo siguiente, sin embargo, frena el ritmo a niveles anteriores a tik tok y se apoya más en el terror japonés tan de moda por aquel entonces. De hecho, la idea de lo sobrenatural asociado a la tecnología de vídeo es muy japonesa. También bebe de precedentes esenciales como El ente, que aunque no sea una película muy conocida para el gran público, está resultando una influencia considerable para muchos directores de terror.
Los diferentes tiempos también tienen distintos problemas. En la actualidad están las relaciones a distancia o la adicción al móvil. Hace dos décadas tenemos la manera diferente en que la sociedad juzga la promiscuidad masculina y femenina; o un profesor que insiste demasiado a una alumna para quedar después en el despacho en la era pre-metoo. Por cierto, maravillosa referencia implícita a los expertos de laboratorios de cine que matan las aspiraciones de diferenciarse.
Se trata del primer largo de Pedro Martín-Calero, que viene del mundo del videoclip y el corto. Cuidado con este director porque parece muy capacitado para aunar lo que necesita el mercado y los intereses cinéfilos. Se le nota identificado en esa joven estudiante de cine que adora a Kieślowski. Quizá el espionaje obsesivo de esa chica esté influenciado por No amarás, del director polaco. O puede que esté pensando más en las incursiones de Haneke con El video de Benny y Caché. En todo caso, tanto la joven argentina de principios de siglo como la actual española están obsesionadas con la tecnología de la imagen. Con una diferencia, que en el primer caso ella es una excepción (una estudiante de cine muy entregada) y en el segundo es una joven normal, porque la epidemia de documentarlo todo se nos ha extendido a la sociedad por completo. En cualquier caso, de alguna manera esta necesidad de filmar parece asociada a la esencia del terror que propone la película.
El director aplica moderadas dosis de surrealismo, especialmente con esa idea interesante de hermandad arquitectónica entre Madrid y La Plata, y como película puramente posmodernista que es, prefiere no explicar demasiado las cuestiones sobrenaturales. Si va bien ya habrá tiempo de explicarlo en las secuelas. Una película que juega bien sus cartas de suspense y susto sin renunciar a cuestiones más autorales como reflexionar sobre la imagen y los problemas de cada tiempo.