Reseña de El agente secreto, de Kleber Mendonça Filho
Kleber Mendonça Filho deslumbró al mundo en 2016 con Aquarius (o Doña Clara, como inexplicablemente la titularon en España), la película que convirtió a Sônia Braga en heroína de resistencia urbanística y emocional frente a las fuerzas del capital. Desde entonces, ha vuelto a Cannes con Bacurau (2019), codirigida con Juliano Dornelles y ganadora del Premio del Jurado, y con el documental Retratos Fantasmas (2023), presentado fuera de concurso. Su cine, desde Sonidos de barrio (2012), ha sido una reflexión persistente sobre el pasado de Brasil, sus fracturas sociales, sus cicatrices urbanas y la manera en que el cine —como espacio y como arte— puede convertirse en refugio, trinchera o memoria. Con El Agente Secreto, retoma estas ideas, pero las envuelve en un ropaje nuevo: el de un thriller político con toques de cine de espías, intriga policial e incluso algo de realismo mágico. Por supuesto, también una cinefilia explícita.
La génesis del proyecto está ligada a la investigación de Mendonça Filho sobre su propia madre, que trabajó como documentalista y funcionaria pública durante la dictadura militar. Ahí surgieron los archivos, las historias escondidas, los alias, los silencios. Unos documentos le pusieron sobre la pista de lo que acabaría siendo esta película.

La película arranca con una poderosa secuencia: un cadáver yace cubierto de cartones en una gasolinera del noreste de Brasil. Nadie lo atiende, ni siquiera unos policías que aparecen por allí, a escasos metros del cuerpo. Todo parece inútil. Todo parece infectado por la desidia, el miedo, la corrupción o el terror. Marcelo (Wagner Moura) pasa por allí y no puede pedir ayuda. Sospechamos que está huyendo, que tiene un pasado que prefiere no contar.
Marcelo, un hombre educado, que gracias a sus contacto vuelve a Recife, su ciudad natal donde se esconde en casa de una anciana que acoge a otros como él. Gays, mujeres que no se callan, barbudos que no encajan. Un microcosmos de resistencia improvisada, de comunidad en fuga. En ese mundo reaparece Elza —una espléndida Maria Fernanda Cândido—, quien le proporciona un alias, una identidad nueva y un empleo en la oficina de identificación de Recife. Es ella la verdadera “agente secreta” del título.
Desde allí, Marcelo comienza una búsqueda doble: quiere entender el pasado de su madre —una mujer cuyo papel en todo este engranaje irá revelándose poco a poco— y quiere recuperar a su hijo, un chaval que solo quiere ver Tiburón. Entre ambas búsquedas, Mendonça Filho introduce sus obsesiones: el archivo, la memoria, el trauma de la dictadura, la vigilancia, la identidad, la transmisión generacional… y el cine. Porque en la película vuelven a aparecer las salas de cine , los proyectores, esos templos del pasado que conocimos en Retratos Fantasmas. El cine como refugio y resistencia.

La película, tras ese magnífico inicio, tarda en encontrar el ritmo. Se demora demasiado, se enreda en subtramas —la de la pierna peluda asesina— que no aportan gran cosa, y parece pedir más tiempo en la sala de montaje. Ese primer tramo, que sufre de dispersión narrativa, habría ganado enteros con algo de poda. Eso sí, cuando por fin arranca, lo hace con fuerza. La segunda parte es excepcional, y ahí es donde Mendonça Filho vuelve a demostrar que rueda como pocos.
Rodada con lentes Panavision que evocan a John Carpenter, con recursos visuales —como la pantalla dividida— que remiten a Brian De Palma, y con una capacidad notable para transformar Recife en una ciudad asfixiante, por el calor y por el peligro que acecha en cada esquina, la película gana cuerpo conforme avanza. Wagner Moura (Narcos, Civil War), está fantástico. Su contención contrasta con la paranoia creciente del entorno. Merecido premio a mejor actor en esta edición de Cannes.
El Agente Secreto no es solo un thriller político con estilo, es una película atravesada por cicatrices. Las del país y las del propio Kleber Mendonça Filho, que rueda con la necesidad de entender un pasado que sigue presente. Todo deja marca. La dictadura, claro, pero también los cines cerrados, las calles que ya no son las mismas, las personas que ya no están… Y esas marcas son las que dan forma a la fimografía de Kleber Mendonça Filho.
