En las décadas de 1980 y 1990, el régimen de Sadam Hussein ejerció un férreo control sobre Irak, sustentado en un culto a la personalidad que permeaba todos los ámbitos de la vida pública y privada. Esta omnipresencia del dictador —sus retratos en escuelas, hospitales o comisarías; su nombre repetido por escolares como un mantra — constituye el trasfondo constante de La tarta del presidente, notable ópera prima de Hasan Hadi, director nacido en Irak y formado cinematográficamente en Estados Unidos, donde la película ha obtenido gran parte de su financiación. La película, presentada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2025 donde recibió la Cámara de Oro a la mejor ópera prima, narra una historia aparentemente sencilla que se convierte en una potente alegoría política y social.
Ambientada en abril de 1990, La tarta del presidente sigue a Lamia, una niña de nueve años que vive con su abuela Bibi en los humedales del sur de Irak. Es “el día del sorteo”, fecha en que todas las escuelas deben elegir a los niños encargados de llevar obsequios al cumpleaños del presidente. Lamia, a pesar de los trucos que Bibi le ha enseñado para evitar ser elegida, recibe el encargo más temido: preparar la tarta. Lo que sigue es una odisea tan absurda como reveladora: la búsqueda imposible de ingredientes básicos como harina, huevos o azúcar en un país asolado por las sanciones internacionales y la represión interna.

Hasan Hadi construye la narrativa alternando dos líneas argumentales: por un lado, el periplo de Lamia y su inseparable gallo Hindi por la ciudad, asistida por Saeed, un joven carterista; por otro, la desesperada búsqueda de Bibi, primero a pie y posteriormente en taxi, cuando su salud se resiente. Este paralelismo permite al director explorar múltiples facetas de una sociedad marcada por la escasez, el patriarcado, el miedo y el control. Las vicisitudes de Lamia reflejan con crudeza —aunque sin morbo— la vulnerabilidad de las niñas frente a un entorno donde los hombres utilizan su poder para obtener favores o aprovecharse de la situación. El trayecto de Bibi, que llega a hacerse algo repetitivo, denuncia la burocracia, el clasismo y el desprecio con que se trata a los más desfavorecidos y a las personas de origen rural.
Uno de los aspectos que distingue a La Tarta del presidente de otras películas de niños perdidos o teniendo que valerse por sí mismos en ciudades de Oriente Medio es su aspecto visual. El director de fotografía, el rumano Tudor Vladimir Panduru, combina la belleza melancólica de los paisajes pantanosos con la suciedad árida y el caos de las ciudades. La ambientación busca la naturalidad y construye una atmósfera opresiva desde lo cotidiano, sin necesidad de mostrar al dictador en persona.
Hasan Hadi transforma en La tarta del presidente un encargo absurdo —elaborar un pastel para un dictador— en una metáfora de obediencia obligada, miedo atroz y dignidad humana. La mirada de Lamia, contenida pero expresiva, interpretada con gran naturalidad por Baneen Ahmad Nayyef, articula esa mezcla de inocencia y comprensión precoz del sinsentido que la rodea. A su lado, Waheed Thabet Khreibat como Bibi aporta ternura, humor y coraje.

Hasan Hadi firma así un debut sensible, lúcido y poético, que denuncia sin subrayar, emociona sin sentimentalismo y construye, a través de una pequeña historia, un gran retrato del miedo, la resistencia y la pérdida de la inocencia bajo una dictadura.
