Mel Gibson debió quedar satisfecho con el final de Braveheart, ese martirio que casi santificaba al que ya era un héroe por el resto de sus acciones. La figura esencialmente cristiana, que tiene como paradigma a Jesucristo y que sirve para todo tipo de santos. Siguió con lo evidente, La pasión, que se centra exclusivamente en el aspecto más sangriento de la historia de Cristo. No dejaba de ser la misma escena final de Braveheart, alargada y bastante aburrida. Después de marcar ya definitivamente la línea básica de su cine para cristianos, flirteó con los pueblos indígenas en Apocalypto, quizá por seguir con las lenguas muertas, pero no prescindió de una buena carga de martirio y lo que viene a ser casi una procesión. Ahora, con Hasta el último hombre -típico título en español que es en sí mismo un spoiler- confirma y refuerza su filmografía cristiana, que deja a aquella ópera prima, El hombre sin rostro, como una tímida iniciación en el cine, que aunque trataba de un buen tipo con una carga, no encaja en las líneas ya imborrables de su estilo: gore, martirio y catolicismo.
Pero Gibson no es un católico meapilas, como bien apuntaba su mayor fan, Juan Manuel de Prada en su delirante y deliciosamente ridícula declaración de amor al director. En eso tenía razón. Su concepción de la religión es radical, violenta, inflexible. Sus cristianos son los que se dejaban devorar por los leones si era necesario; o los que se juegan la vida en las misiones. Nada que ver con el sermón descafeinado de un cura aburguesado. Seguramente por eso, es ahora mismo el mejor creador de cine cristiano. Claro que el resto son telefilms basura. Vivimos en un tiempo en el que el cine de primera fila se adapta a la ética mayoritaria -que está bastante por delante de la Iglesia en muchos aspectos- y donde si sale un cura es posible que sea un pederasta. Es un tiempo de agachar la cabeza, de decir en las encuestas que no vas a votar a Trump. En este momento, el cine de Gibson es todo un alivio para el espectador de catolicismo más convencido. Y en especial esta película, porque ya no se trata de la historia de Cristo, no habla de relatos lejanos de la biblia, es mejor, es la historia de un ultracristiano (Iglesia adventista del séptimo día) en el que los espectadores más practicantes, acomplejados por los tiempos laicistas que vivimos, pueden desfogarse durante más de dos horas de exaltación de sus valores más íntimos. Diría que Gibson es uno de los activos más potentes de la Iglesia para recolectar nuevos fieles y mantener a los que dudan.
Gibson busca una motivación para explicar la actitud extrema del personaje. Al principio, nos cuenta que le reventó la cara a su hermano con un ladrillo y por miedo a haberle mandado al otro barrio, la culpa le corroe y tiene un momento de revelación ante un cartel religioso. Es perfecto porque empezamos con un planteamiento casi bíblico: Caín y Abel. Por otro lado, ese nicho de mercado tan del agrado de la Iglesia: los violentos redimidos. El terrible Saulo que pasa a ser el misericordioso Pablo. Pero además, representa ese gusto del director por los juegos brutotes que ya hemos visto en las bromas pesadas de los paisanos de Apocalypto y, especialmente, en ese divertido juego del principio de Braveheart que consiste en lanzarse piedras enormes entre colegas. Gibson es heredero de aquel Ford que tanto disfrutaba con lo de zurrarse y luego tan amigos, pero él lo lleva a más, claro. Más fuerte, más duro.
Pero por qué quedarse con una motivación cuando puedes tener dos. Dos mejor que una. Para Gibson, más es mucho más. Así que más adelante -esta no la desvelaré- nos muestra otra motivación extra y diferente que puede hacernos comprender sus actos. Así, si no te vale una explicación de su carácter, te quedas con la otra, a él le da igual. Es como si Superman, además de venir de Kripton, hubiera sido picado por una araña radioactiva. Por asegurar. Y todo esto porque no quiere aceptar la cruda realidad: que el personaje es un fundamentalista cristiano, que lo mismo es objetor de conciencia que se niega a profanar el sábado, o es vegetariano por mandato divino. Estos dos últimos detalles los comenta de refilón porque le interesan menos, y podríamos terminar pensando que el personaje está un poco tocadito. Pero no, Gibson nos lo pinta como un chico muy normal, que al mismo tiempo es extraordinario. Porque es normal ser ultrarreligioso, querido espectador, durante este rato que te acomodas en la butaca, puedes sentirte no solo normal, puedes sentirte especial. Y de paso, disfrutar de una entretenida sesión de ultraviolencia. Dos placeres en uno. No es de extrañar que alguien como Juan Manuel de Prada esté al borde del onanismo en su artículo. Y sí, lo de “al borde” es una concesión que le hago.
Lo fabuloso de Mel Gibson es su honestidad. Esta propaganda para levantar los ánimos de los cristianos es absoluta, sin medias tintas, sin disimulo. Y eso hace que la película sea tremendamente disparatada y de paso, divertida. La compañía -que ya ha comprendido el valor del corazón del protagonista- esperando a que este termine de rezar. Dios por fin respetado y temido por quienes han visto la cara a la muerte y han separado el grano de la paja. Esto va de vivir o morir, de tener el valor de jugarse la vida por los demás, y de tener los más férreos principios inamovibles. Y claro, estas cuestiones tan básicas nos pueden llegar a todos. Que el personaje se vuelva loco porque su biblia se ha quedado en el campo de batalla, ya es otra cosa.
Gibson no se anda con medias tintas en nada. Si al protagonista le tienen que hacer bullying, le dan una paliza brutal que deja las sábanas empapadas en sangre. Si la guerra es cruenta, lo es hasta las ratas y los gusanos devorando un cadáver. ¿O no son igual de gore algunas de las pinturas que cuelgan de las iglesias? Si su personaje tiene principios, lo será hasta extremos inconcebibles. Y todo esto resulta tosco, inverosímil, a veces ridículo; pero también es una fabulosa caricatura, con un personaje que podría medirse con alguno de Los Vengadores. Esquiva granadas a manos y piernas cual atleta. No es solo un valiente médico, es un ser tocado por Dios. A mí, personalmente eso me ha divertido. Por otra parte, la acción bélica está rodada con soltura, con mucha eficacia. Diría que está aprendiendo. En Apocalypto ya apuntaba maneras y ha mejorado. Al contrario que la paliza de Cristo, esto no aburre en ningún momento. No, al menos, la parte bélica. La primera hora de película ya es otro cantar, pues lejos del extremo escenario de una batalla cruenta, sus carencias se hacen más palpables. Gibson no debería salir de sus baños de sangre y de su épica disparatada, porque no sirve para contar pequeños detalles. Las obviedades y el humor tabernero son una losa hasta que llegamos al frente.
Gibson es en algunos aspectos un aspirante a sucesor de Eastwood, como cineasta adorado por la derecha. El problema es que ni tiene, ni podrá tener, ni querrá tener, la clase, la elegancia, la mesura y la sensibilidad del viejo Eastwood. Mientras Gibson aborda Okinawa desde el delirio cristiano, Eastwood viajaba a Iwo Jima desde un humanismo razonable, transversal como se dice ahora. Pero lo razonable no le interesa al terrible australiano. Lo razonable es para los débiles. Él nos habla de Dios.