Paul Schrader está en ese lugar extraño de Hollywood en el que puede hacer lo que le dé la gana, a pesar de los palos que pueda recibir. Entiéndase “lo que le dé la gana” dentro de los márgenes que le permite el presupuesto y las exigencias del cine independiente. El guionista de Taxi Driver y Toro Salvaje parece tener un cheque en blanco. Este cheque le permite llamar a Nicolas Cage y Willem Dafoe y juntarse para rodar un noir de serie B con una trama ligera y una dirección histriónica. La trama ligera viene de la adaptación de una novela de Edward Bunker, nada menos que el señor Azul de Reservoir Dogs, por parte de un guionista sin demasiada experiencia, Matthew Wilder. Y es que aquí, Schrader no escribe. Tampoco importa, sus señas de identidad están ahí. El patetismo de personajes antipáticos, la redención en un tono espiritual.
Schrader está desatado. Empieza con una secuencia en tonos rosas. No, no es tonos rosas, es absolutamente rosa. Con un Dafoe que empieza en lo más alto -mientras su personaje está en lo más bajo. La película se presenta así como una gamberrada artie y aún no ha aparecido Nico. Ya en la segunda secuencia, después de los créditos, Cage toma el protagonismo con un injustificado pretencioso blanco y negro, y un más injustificado traje turquesa. Por supuesto, tanto Cage como Dafoe saben perfectamente en qué película están y lo que se espera de ellos y ninguno de los dos defrauda. Sacan toda su artillería -aunque Nico sabe que en esta no tiene que llegar a hacer el ridículo del todo. Está más moderado que en Teniente corrupto. El tercero en discordia es menos conocido, Christopher Matthew Cook, y le toca el personaje más razonable, y los momentos menos disparatados, como la violenta y tierna secuencia con el ligue del casino. Él lleva el arco dramático más asequible, mientras Dafoe y Cage campan a sus anchas hasta arriba de droga – me refiero a los personajes… o no.
Esta es una película para dejarse llevar, para apreciar los excesos. No importa que pasemos del Oliver Stone de Asesinos natos, al vestuario colorido de La La Land. Se agradece la sordidez, los apuntes de gore cómico, el final místico de luces azules y rojas. Todo ello mezclado con viajes alucinados, empapados en droga.
Schreder ha vuelto a ser recibido de manera desigual por la crítica, y no parece que el público esté tampoco demasiado contento. El autor de Mishima sigue siendo un director maldito. Por ejemplo, su versión de El exorcista: el comienzo tuvo que ser “arreglada” nada menos que por Renny Harlin (a mí me gustan las dos versiones). En cualquier caso, no parece que esto a él le importe. Se lo ha pasado pipa con sus dos colegas, entre tetas y cocaína y ha hecho básicamente lo que le ha dado la gana. Un cine noir noventero, en la línea que definió Tarantino, pero más alocado. A nosotros nos deja una serie de momentos memorables y también, todo hay que decirlo, algún bajón de nivel en la segunda mitad, previo al final, este sí, glorioso.