Reseña de Verano 1993
Verano 1993, el debut de Carla Simón en la dirección de largometrajes, es una de las películas del año. Por recepción de la crítica y por premios (mejor Ópera Prima y el Gran Premio del Jurado Internacional de la Sección Gen. KPlus en la Berlinale, Biznaga de Oro en Málaga, premios en los Festivales de Estambul y Buenos Aires,…). Ojalá también lo fuera de taquilla aunque, espero equivocarme, será difícil que eso pase. Y no porque no lo merezca.
Carla Simón ha escogido para su debut una historia muy cercana. Cuando tenía seis años se quedó huérfana tras fallecer su madre enferma de SIDA, la misma enfermedad que se había llevado a su padre años antes. Con esa edad es adoptada por sus tíos que se la llevan a vivir con ellos y su hija a una masía.
Para contar esta historia Carla Simón se centra en el punto de vista de la niña que una vez fue y que en Verano 1993 toma el nombre de Frida. Así, con la cámara a la altura de sus ojos, asistimos a sus problemas de adaptación al campo -tiene miedo a las gallinas y no sabe distinguir una col de una lechuga-, los celos respecto a su nueva hermana pequeña y llegamos a notar la angustia que le provoca su incapacidad para gestionar las emociones que siente.
Los adultos hablan sobre ella como si olvidaran que Frida sigue ahí y es capaz de entender muchas cosas. Como ella, a partir de fragmentos de conversaciones entre adultos a los que ni siquiera vemos por encima del cuello, los espectadores nos enteramos de las tensiones familiares o del el miedo de la gente a una enfermedad en aquellos días demasiado desconocida y temida. Tanto que ni siquiera se menciona su nombre.
Carla Simón huye acertadamente de los excesos y escoge el camino de la sutileza. Sin aprovecharse de la nostalgia, sin cargar las tintas en los diálogos, sin regodearse en las emociones. En Verano 1993 algunos silencios dicen más que las palabras. Lo mismo ocurre con las miradas, las pequeñas muestras de cariño y las travesuras de una niña que no comprende y a veces no es comprendida. Es en el día a día más cotidiano dónde Carla Simón construye la atmósfera que refleja las dificultades y miedos que sienten Frida y sus tíos, ahora sus padres. Las escenas, muchas de ellas medio improvisadas fruto del gran trabajo previo de preparación de los personajes por parte de la directora y los actores, fluyen con naturalidad y fluidez. Tanto que a veces podríamos olvidarnos que lo que estamos viendo es una película. Mención aparte merece la actuación de Laia Artigas, la niña protagonista. En realidad todo el reparto está magnífico, destacando sobre todo Bruna Cusí, pero es que Laia está tan presente en cada plano de la película que consigue llevarse toda la atención. No es sólo una niña haciendo de niña, como si ocurre con su adorable hermana pequeña, la suya es una actuación extraordinaria coronada con una escena final irreprochable. Todo un descubrimiento.