Supermaderos, la primera entrega, se estrenó en 2001. Ya entonces estaba muy pasada. Era la típica comedia de los 80, con mucho desmadre, gamberradas, drogas, novatadas. Heredera de Loca academia de Policía, de las películas universitarias, de los Albóndigas. Cine que ya era viejo en los 80. Sin embargo, con un escaso presupuesto de 3 millones, consiguió, solo en EEUU, 18 millones. La verdad es que fuera de sus fronteras no consiguió mucho más. Es un humor americano puro que fuera no funciona tan bien. Un ejemplo: en IMDb, tiene una nota de 7,1; en FilmAffinity tiene un 3,9. No es que estas fuentes sean referencia de nada pero nos sirve para ver la sorprendente diferencia en la acogida en diferentes países. En EEUU es una película de culto y en Europa una chorrada.
Esta secuela es prácticamente igual a la primera en tono. Es decir, el humor seguirá siendo muy americano para el paladar europeo y la película estará 17 años más pasada. Para colmo, los personajes son, obviamente, 17 años mayores. Si en la primera ya resultaba chocante ver a esos policías treintañeros comportándose como universitarios gamberros; aquí tenemos a gente rondando los 50, comportándose exactamente igual. En un tiempo de productos medidos al milímetro para agradar a todos, como las producciones Disney, casi es de agradecer esta ruptura con las tendencias. Es tal el despropósito del planteamiento que casi resulta atrayente. Es como un extraño documental antropológico sobre una población ajena a la nuestra. Como una tribu del Amazonas o del Serengueti. Más raros aún: los yanquis, eternos adolescentes. Lo gracioso es que esta secuela trata precisamente sobre eso, sobre las diferencias culturales, en este caso entre EEUU y Canadá.
Este juego de las distancia cultural entre ambos países es lo que da más gasolina a esta secuela que quizá tenga un primer acto más divertido que la primera entrega. Aunque la primera aguantaba de manera más sólida hasta el final. Es interesante que dentro de la tontuna de los tópicos canadienses, se aprovecha para señalar las debilidades de la sociedad americana -como la falta de seguridad social- y se hace especial autocrítica al nacionalismo de la era Trump, incluso con una referencia explícita al «Make America Great Again». Por lo demás, un humor asombrosamente primario. Chistes de osos.
Chistes gruesos, bromas pesadas, caricatura, slapstick, chistes rancios machistas, tópicos de nacionalidades, marihuana. Un despropósito de tal envergadura que no solo consigue mi atención sino que me llega a provocar la carcajada. Un poco por el recurso fácil, otro poco por lo exagerado de las caricaturas y, en gran parte, porque no me puedo creer que estén recurriendo a cierto tipo de humor. En un tiempo en el que ya hemos transitado por cierta sofisticación de la nueva comedia americana, que sigue siendo bruta y gamberra pero con códigos más refinados. Cuando películas como Infiltrados en clase ya le han dado la vuelta a ciertos tópicos. Después de todo el humor indie de gesto serio. Después de haber dejado atrás, muy atrás, las gamberradas de Mahoney, Jay Chandrasekhar, el perpetrador de estas películas, tiene los santos cojones de involucionar 30 años la comedia americana. Chapó.