Al final de Desmontando a Harry, el personaje principal, es decir Woody Allen, decide que va a escribir una historia sobre un tal Rifkin. La mayoría de las películas de Allen tienen mucho de su vida, pero aquella era una de las que más. Un recorrido por su vida, sus problemas, su intimidad, imitando el esquema de Fresas salvajes, a modo de reflexión sobre una vida entera, con todos los problemas que el personaje no había querido ver. Ahora, por fin escribe la historia de ese tal Rifkin y podría ser casi como una secuela. De nuevo, un personaje se replantea su vida, lo que ha hecho mal, lo que le pesa, la persona que es y la que querría haber sido. Y sí, aquí también hay un homenaje a Fresas salvajes, más puntual y entre otros muchos homenajes cinéfilos. Con esos relojes sin aguja y esa charla que escucha el personaje y que le hace plantearse cómo le ven los demás.
Rifkin’s Festival se viste de comedia romántica pero no va de eso. Desde luego, no va de una historia de amor entre el personaje de Wally Shawn y el de Elena Anaya. Mucho menos entre el de Gina Gershon y Louis Garrel, que no deja de ser un elemento cómico. Es una historia sobre personajes viviendo una vida que no quieren vivir, y siendo la persona que no quieren ser. Principalmente, su protagonista que, como siempre tiene mucho del propio Woody Allen.
Leyendo sus recientes memorias se puede ver muy fácilmente algo que también se entiende en muchas de sus entrevistas e incluso en alguna de sus películas como Poderosa Afrodita: Allen no quiere ser visto como un intelectual pedante. En el fondo creo que le fastidia ser el tipo que solo es entendido en Europa. Y la situación actual no ha hecho más que empeorar la situación. Toda la película gira en torno a un escritor excesivamente cultureta, y la mayor catarsis no viene como cabría esperar de los problemas amorosos, viene de entender que es un pedante aburrido. Con un tono ligero y un planteamiento de postal, Allen sigue martirizándose porque no se gusta a sí mismo. Y envidiando a otros que, con menos talento, consiguen las alabanzas y los premios. Sigue en el diván preguntando qué hacer. A su avanzada edad, parece que le da pena no ser el tipo con el que ver un partido de baseball sino alguien con quien hablar de cine japonés.
Este es el cuarto trabajo de Allen con el director de fotografía Vittorio Storaro. No es, desde luego, mi etapa favorita a nivel estético. Creo que el impacto de Storaro es excesivo. Diría que en esta es algo menor pero lo cierto es que los colores están disparados. Ni siquiera un zumo de naranja parece un zumo de naranja. Lo peor, igual que le pasaba en su anterior película, Un día de lluvia en Nueva York, es que da igual dónde estén. La luz anaranjada es la misma en la consulta del psiquiatra en Nueva York que en el soleado inicio del otoño en Donosti. La verdad es que resulta bastante extraño ver esas imágenes para alguien que camina por esos escenarios cada día, aunque es sorprendente la fidelidad a dónde están los lugares realmente, qué está cerca de qué y cómo se llaman de verdad hoteles y bares. No es que eso tenga importancia cinematográfica pero es curioso que lo haya decidido así. En cualquier caso, la ciudad está de postal, como un anuncio de Turismo, pero con una luz estándar de Sotraro, que lleva cuatro películas con el piloto automático y Allen no parece que le vaya a frenar.
Los directores de fotografía de Woody Allen: Carlo Di Palma
25/08/2019 - Iñaki Ortiz GascónEn la anterior entrega hablamos de Gordon Willis, el director que acompañó a Allen durante 8 películas, desde Annie Hall hasta La rosa púrpura del Cairo. Marcó un punto de inflexión en la filmografía del cineasta que empezó a darle mucho más valor al aspecto visual en su cine. Juntos obtuvieron resultados deslumbrantes. Después, con […] Leer más
Más allá de lo que nos quiere transmitir, de sus cuentas pendientes, esta es una comedia ligera, con momentos graciosos, muchos guiños cinéfilos y con una muerte a la que parece que Allen va perdiendo el miedo y desdramatizando. Parece mirar todo desde cierto retiro. El protagonista no solo ama un cine minoritario, también es un cine de otro tiempo, un cine que ya no se hace. Allen en la rueda de prensa aseguraba que hoy en día debe haber igualmente buenos artistas pero lo dice sin dar un solo nombre, como una suposición teórica. Él sabe que el cine sigue teniendo buenos artistas, o lo supone, pero sigue pensando en el cine de otro tiempo. El protagonista es igual, no para de quejarse de que a él le interesa un cine de entonces. La película lo remarca lo suficiente como para señalar la mentira de la nostalgia -como hacía en Midnight in Paris– pero no remata la idea porque en el fondo, él peca de lo mismo y lo sabe. El tiempo del protagonista ha pasado. Es, claramente, un Allen crepuscular. Quizá por eso parece que esté todo el rato iluminada al atardecer. Una comedia otoñal.