Reseña de Raya y el último dragón
Confianza, esa es la palabra más repetida en Raya y el último dragón, la última película de la factoría Disney. Confianza, confianza y confianza, repetida hasta la saciedad por si a alguien se le escapa el mensaje que quiere transmitir la película. Confianza en uno mismo, confianza en el prójimo, confianza en que si confiamos el mundo puede ser mejor.
En lo que ha confiado Disney para esta película es en su infalible fórmula. Adaptada a los tiempos, claro, pero terriblemente clásica a la vez. La estructura es conocida: Tras un prólogo que nos presenta la situación y plantea el problema, una guerrera con la misión de arreglarlo tendrá que superar mil y un aventuras ganando nuevos compañeros en cada una de ellas, forjando amistades y, de paso, aprendiendo diferentes lecciones. Es este caso la aventura está ambientada en la imaginaria tierra de Kumandra (muy similar al sudeste asiático) donde Raya, la protagonista, tratará de frenar el avance de los Druun, unos malvados seres que lo convierten todo en piedra y que han aparecido debido a las desavenencias entre los diferentes pueblos de Kumandra. Para cumplir su misión buscará la ayuda del último dragón que, dice la leyenda, consiguió vencer a los Druun en su último ataque, hace 500 años.
Por supuesto, estamos hablando de Disney, la calidad de la animación es tan exquisita como podíamos confiar, con una explosiva paleta de colores que convierte la pantalla del cine en algo mágico y magnético. Las persecuciones, las peleas y las escenas de acción poseen una mezcla de plasticidad, realismo y fantasía impecable. El equipo de cuatro directores a cargo de la película consigue que, esta especie de mezcla de Indiana Jones con cine de artes marciales, funcione con la precisión de un reloj, saltando de la acción al humor o al sentimentalismo y haciendo complicado distraerse aunque, realmente, sepamos al dedillo lo que va a pasar.
Por supuesto, estamos hablando de Disney, hay un amplio despliegue de personajes secundarios muy carismáticos, diseñados con la apariencia de peluches achuchables y que, más pronto que tarde, se convertirán en peluches reales para satisfacer los deseos de cientos de niños y niñas (y algún que otro adulto también). Que los dragones se parezcan más a un Pequeño Pony que a los de Juego de Tronos también hay que entenderlo por ahí, por la confianza que tiene Disney en la venta de su merchandising.
Confianza, sí. La verdad es que viendo Raya y el último dragón hay espacio para confiar en el futuro. Por ejemplo, si una compañía como Disney, que no da un paso sin analizar los beneficios económicos en una tabla de Excell, ha normalizado que las protagonistas de sus películas puedan ser mujeres aventureras sin intereses románticos es que, a pesar de todo, el mundo ha cambiado tanto que hasta ellos se han visto obligados a cambiar para satisfacer a su público. Un público que, por cierto, llenaba este fin de semana (hasta donde la normativa permite) las salas de cine donde se proyectaba esta película; a pesar de estar disponible (previo pago de un extra de 21’99€ al precio de la subscripción) en su propia plataforma. Al público todavía le gusta ir a las salas de cine y eso es lo más importante para que estas sobrevivan. Quizá si los estudios y los exhibidores confiasen más en la magia del cine; quizá si confiasen más en los beneficios de la colaboración, podríamos esperar un futuro mejor para el mundo del cine. Si además de producir y proyectar películas como Raya y el último dragón se creyeran el mensaje en contra de la avaricia y a favor del trabajo que transmiten, podríamos tener un final feliz también en la vida real. Si en la película la unión de bandos enfrentados reconstruye Kumandra y resucita a los dragones tras el ataque de los Druun, igual deberíamos trabajar todos juntos para reconstruir el negocio del cine y resucitar a las salas después de esta pandemia.
Vaya, esto del final feliz ha sido un spoiler pero, ¿realmente pensabas que una película de Disney iba a acabar mal?