Una reseña convertida en fábula
Érase una vez, allá por los años 80, en una tierra impregnada de historia y misterio llamada Italia, un valiente explorador llamado Arthur, dotado de un corazón tan vasto como las montañas de Toscana y Umbría. Había sido capturado y encarcelado por perturbar las tumbas ancestrales de los etruscos en busca de reliquias mágicas, pero su verdadero deseo era mucho más noble y lo conoceríamos de la misma manera que los arqueólogos descubren el pasado, recopilando y juntando el relato pieza por pieza.
Arthur, junto con su leal banda de tombaroli, buscadores de tesoros y guardianes de secretos, retomó su tarea al ser liberado. Le gustaba empuñar una vara de zahorí, con la cual decían podía hablar con el más allá y los ancestros mismos le revelaban la localización de sus tesoros. Aunque, bien es cierto que en su odisea, no solo buscaba oro o joyas antiguas, sino un pasaje oculto que lo conectara con su amada y fallecida Beniamina, quien en sueños lo guiaba hacia las profundidades de la tierra, mientras sus camaradas anhelaban fortuna en los artefactos extraídos.
En el núcleo de su odisea, Arthur se encontraba atrapado en un crucial dilema: quedarse enredado en los misteriosos hilos del pasado o avanzar hacia la claridad del presente. Este conflicto se manifestaba a lo largo de los caminos que exploraba y en cada artefacto que emergía de la tierra, donde cada pieza llevaba consigo un eco de la memoria colectiva y desentrañaba las crónicas de un mundo olvidado. Su lucha interna por elegir entre la nostalgia de un pasado encantado y el impulso hacia un futuro incierto resonaba en cada paso y descubrimiento. Este dilema se transformaba en una potente metáfora de las consecuencias que afronta un individuo, o incluso un pueblo entero, cuando relega sus sueños utópicos a las páginas de la historia, aparcando sus ideales y aspiraciones para volcarse en una mera adoración del pasado y la leyenda.
La madre de Beniamina, la sabia Flora, interpretada por la estelar Isabella Rossellini en nuestra historia, aguardaba el regreso de su hija mientras Arthur profundizaba en su búsqueda. Los tombaroli, en su búsqueda de reliquias, no se daban cuenta de que lo que no es de nadie es porque, en realidad, es de todos. Así, al robar su pasado se estaban robando a sí mismos. Bajo su apariencia de libres aventureros, no eran más que piezas de un engranaje mayor movido por fuerzas ocultas, las mismas que mueven el mundo desde tiempos inmemoriales, que cosechaban los beneficios de su trabajo sin que ellos lo percibieran.
La pregunta persistía: ¿Qué buscaba realmente Arthur? ¿Riqueza, redención, reconexión? Mientras se enfrentaba estas preguntas, su historia se entretejía con las leyendas cantadas por los pueblos de las colinas, narrando sus hazañas y burlándose de los carabinieri que los perseguían sin descanso. A veces como comedia, a veces como drama, a veces como una historia de aventuras.
Así, bajo el cálido sol de Italia, la hechicera del cine, Alice Rohrwacher, tejía una fábula sobre la transitoriedad de la vida y la eternidad de la memoria a base de imágenes en diferentes formatos, actuaciones prodigiosas, unas cuantas gotas de realismo mágico y mucho legado del cine italiano. En La Quimera, cada personaje refleja los ciclos eternos de la humanidad, y la película se convierte en un espejo en el que ver nuestra propia lucha por reconciliar el pasado con el presente, tanto en lo personal, como en lo colectivo.
Y en esta narración mágica y eterna, Arthur y sus compañeros, a través de sus desafíos y descubrimientos, nos mostraban que tal vez, en ese intento de armonizar recuerdos y sueños, también podemos encontrar nuestro propio cuento de hadas.