Sandra RozasTras su presentación en la Mostra de Venecia, llega a la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián El Jockey, la última película de Luis Ortega (Buenos Aires, 1980), que ya presentó en San Sebastián su primera película, Caja negra (2002), con la segunda, Monobloc (2005) participó en Selección Horizontes en San Sebastián, y El ángel (Perlak, 2018) se estrenó en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes y fue nominada al Goya a la mejor película iberoamericana. Es decir, Luis Ortega no es un recién llegado, pero con El Jockey desprende aun esa frescura y atrevimiento propia de muchos talentos emergentes.
Remo (Nahuel Pérez Biscayart) es un famoso jinete que, junto a una torpeza innata, concatena episodios autodestructivos, que le ponen en una posición complicada de cara a una de las carreras más importantes de su vida, en la que su mafioso jefe sólo le da una opción para saldar sus deudas: Ganar.
Pero el destino -y sus malos hábitos- le tenían preparado otro camino. Acompañamos a Remo (un extraordinario Nahuel Pérez Biscayart) por esta mezcla de sueño y pesadilla; muerte y renacer; transformación y evolución. Y lo hacemos de la mano de Luis Ortega, que con un pulso narrativo firme, una propuesta estética con personalidad y unos puntos de humor oxigenantes, acaba reflexionando sobre el amor -en sus diferentes manifestaciones-, la relación entre la vida y la muerte -el director escribió la película mientras su pareja estaba embarazada-, y la necesidad -o no- de encontrarnos y saber quienes somos.
A veces drama, otras veces comedia; se atreve con -maravillosas- notas de musical y surrealismo. Y lo cierto es que el juego de tonos es uno de sus protagonistas. Así como lo son Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho y Mariana Di Girolamo. Todos hacen un estupendo trabajo de interpretación, resultando, dentro de lo artificioso de la propuesta, unos diálogos orgánicos.
El Jockey, con sus encuadres construidos y su puesta en escena cuidada, huye del realismo sin complejos. Pero, en palabras del director, la vida ya es lo suficientemente monótona, por lo que busca sacarnos de dicha parcela gris con color y propuestas superlativas con el fin de entretener y, de paso, intentar hacer pensar -esto último es cosecha propia-.
El Jockey no es una película redonda, está en constante peligro de abalanzarse -que no saltar como jinete- por el precipicio. Pero lo cierto es que ese atrevimiento es lo que la hace divertida, juguetona; nos hace querer sentirnos vivos y querer bailar junto a Úrsula y Mariana en cualquier vestuario.
