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Reseña de Tardes de soledad, de Albert Serra.

Cada año hay una película polémica en el Zinemaldia. A veces es por las acciones de alguno de sus creadores, a veces por la temática que tratan. Este año le ha tocado a Albert Serra, y es fácil imaginar que el director de Història de la meva mort, La muerte de Luis XIV y Pacifiction, un provocador nato, estará encantado con el ruido generado.

¿Y por qué ha generado ese ruido? Porque Tarde de soledad es una película que sigue al torero Andrés Roca en varias tardes de faena. Una película que documenta varias corridas de toros en las que, por supuesto, se mata al animal. Para muchos, eso es una defensa del toreo, aunque la mayoría ni siquiera hayan visto la película. Sin embargo, tratándose del director que es, la verdad es que no resulta demasiado transgresora.

La película comienza con un primer plano cercano de un toro de lidia, en una dehesa nocturna. En ese mismo momento apreciamos ya una de las virtudes de la película: el sonido. La respiración del animal suena fuerte, amenazante, como su mirada. Tras eso, pasamos a uno de los planos más recurrentes de la película: el de la furgoneta que lleva y trae al torero y su cuadrilla. En primer plano él, rodeándole ellos. La cámara apenas se aleja de un expresivo Andrés Roca o de los diferentes toros en el resto del metraje, que sigue el mismo esquema casi continuamente: mostrar al torero preparándose, imágenes del interior de la furgoneta camino a la corrida, retazos de la faena en el albero y los burladeros, y las imágenes de la vuelta en furgoneta.

Lo que vemos es a un hombre en una burbuja, rodeado de personas dedicadas a cuidarle y a alabar su hombría y su buen hacer. «¡Olé tus huevos!«, «¡Eres el más grande!«, «¡Qué orgullosa tiene que estar tu gente de ti!«. Si al torero se le ocurre expresar dudas sobre su faena o decir que ha tenido suerte porque el toro no le ha cogido, alguien saldrá raudo a corregirle y asegurarle que él ha estado bien pero la culpa era del toro, o que no le pasa nada porque Dios le cuida porque se lo merece. Es todo un hombre y un elegido de Dios. Y todo eso lo escuchamos continuamente gracias a un maravilloso trabajo con el sonido. El público se escucha muy de fondo; lo que llena la sala son las llamadas del torero al toro, la respiración entrecortada del animal y las conversaciones entre la cuadrilla. En pantalla se evitan planos del paseíllo, del público o de todo lo que rodea a la desigual lucha entre torero y toro. La cámara se acerca tanto al torero, al caballo, a los banderilleros, que todo lo demás queda fuera. Lo que vemos, gracias a un montaje extraordinario, es la lucha más que el toreo en sí: el peligro al que —voluntariamente— se somete el torero y la atrocidad que sufre —involuntariamente— el animal. No se escatiman primerísimos planos en los que se ve sufrir al toro, agonizar o el último estertor al aplicarle la puntilla.

Del mismo modo que se refleja esa desagradable parte, también se plasma el esteticismo de la liturgia y la puesta en escena de las corridas de toros —tan deudoras de la liturgia católica, los auténticos reyes de la puesta en escena—. La fotografía del colaborador habitual de Serra, Artur Tort, vuelve a ser magnífica y aprovecha la rica paleta de colores que rodea a la tauromaquia sin caer en la artificiosidad. Habrá quejas, ya las hay, porque Serra ha mostrado estos momentos con belleza, pero esos momentos están ahí y reflejar una corrida de toros sin mostrarlos sería mentir. Pero al igual que muestra eso, también exhibe, como ya hemos dicho, el sufrimiento del toro, y la poca nobleza de los toreros al dirigirse al animal —»ese cabrón iba directo a coger», como si ellos solo quisieran jugar—, el desprecio con el que le dan la puntilla, la falsedad de la cuadrilla llenando de loas al maestro cuando está presente pero dejando alguna crítica el día que vuelven sin él porque ha sufrido una cogida. Por supuesto, también se evidencia lo rancio de la exaltación de la hombría y lo desigual de la lucha contra el toro. Incluso en ciertos momentos se puede detectar cierta chanza hacia la pomposidad de algunos rituales. En realidad, para los antitaurinos es todo un catálogo sobre por qué somos antitaurinos.

El problema de la película es que la fórmula se vuelve repetitiva. Serra, como le suele pasar, se regodea en sus formas y repite una y otra vez el mismo esquema cuando ya no tiene nada más que decir. Solo se recrea en su incuestionable talento —no sería raro que él también tuviera una cuadrilla que le dijera «qué arte tienes», «eres el mejor»—, alternando imágenes de gran belleza con otras que obligan a apartar la mirada. Por si fuera poco, al final, aleja la cámara y, ahí sí, vemos torear. Y, sinceramente, no habíamos venido a eso.

Tardes de soledad

Media Flipesci:
5.6
Título original:
Director:
Albert Serra
Actores:
Andrés Roca Rey, Pablo Aguado, Antonio Chacón, Francisco Gómez