Ricardo FernándezReseña de Pacifiction, de Albert Serra
En Tahití, la exuberante isla de la Polinesia Francesa, el alto comisionado de la República trata de aplacar el creciente descontento de la gente local ante los rumores de que se van a reanudar las pruebas atómicas en la zona. Así, y ahí, comienza Pacifiction, la última película de Albert Serra, la única española (aunque con importante coproducción francesa y rodada en francés) de esta edición de Cannes. Serra es un director apreciado en el circuito de Festivales (ganó el Leopardo de oro de Locarno en 2013 por Història de la meva mort, el Premio especial del jurado de Un Certain Regard de 2019 por Liberté y presentó La muerte de Louis XIV fuera de concurso en Cannes 2016) con una propuesta cinematográfica que tiene difícil tener relevancia fuera de este circuito Aún así, Serra ha conseguido labrarse una cierta fama más grande que sus propias películas gracias a sus salidas de tono y a polémicas entrevistas que acaban convertidas en performances.
Pero hablemos de cine. La filmografía de Serra se caracteriza por ser más atmosférica que narrativa, de imágenes poderosas y ritmo lento. En Pacifiction el director catalán ha llevado al extremo el poder evocador y la belleza visual al mismo tiempo que potenciaba, en cierta manera, la narrativa. Sigue siendo un cine más mucho más evocador que discursivo, pero esta vez hay cierta trama (no me atrevería a decir que de thriller, pero algo parecido) y alguna concesión para explicarla. Todo dentro de los cánones del cine de Serra y muy fiel a su visión del cine. Se podría decir que Serra vive cierta evolución pero ni sale de su zona de confort ni se aleja de lo que sus seguidores esperan de él, algo parecido a lo que decíamos por aquí de otro cineasta radicalmente distinto a Serra como es Koreeda.
Pacifiction es un reflejo de la trastienda de la política, esa que se hace a oscuras, en secreto y murmurando. Serra la localiza en clubs y noches teñidas de alcohol, envuelta en penumbra y bruma. Los paisajes paradisíacos de la isla, bañados por la luz de la hora mágica, están tan trabajados y lucen tan bellos que dejan de parecer naturales y se convierten en escenarios, algo que encaja muy bien con la visión de la política como un teatro, como un engaño al pueblo, a los espectadores. Se agradece que el director catalán (tras las bravuconadas de sus comienzos) ahora trabaje con actores profesionales porque lo que hace Benoît Magimel en esta película es magnífico y aporta a su personaje matices que no están escritos en el guion.
Todo esto es lo bueno de una película que, sin embargo, tiene un gran lastre: su duración. La languidez tropical de la isla perece empapar las imágenes y el desarrollo de las mismas. Serra se recrea en mil y un amaneceres preciosos que terminan por aportar poco a la película una vez que la atmósfera y entorno han quedado marcados. Escenas poderosas como cierta que transcurre entre unas olas, quedan difuminadas entre el ejercicio de recreación y lucimiento del cineasta. En cierto momento de la película, dos personajes se preguntan si un tercero anda en círculos o en espiral; a Serra parece pasarle algo parecido, por momentos no se sabe si entre tanta hora mágica hay alguna variación o son una mera repetición. Las dos horas y cuarenta y cinco minutos se antojan excesivas y lastran un final más brillante que la hora que le precede. Si el climax de una película debería ser el momento en que todas las piezas encajan, en Pacifiction es en el que quitamos las que sobran.
