Entré en la sala de cine sin saber qué iba a ver porque, como la mayoría de la gente, yo no había oído hablar de Ghostlight. Tampoco de Waukegan, el pequeño pueblo de Illinois donde transcurre. No hay caras conocidas ni discursos memorables. Y, sin embargo, aquí estoy, escribiendo sobre ella. Porque hay películas que, sin hacer ruido, se quedan contigo. No por lo que gritan, sino por cómo susurran. Ghostlight es una de ellas.
Keith Kupferer —probablemente tampoco te suene su nombre— interpreta a Dan, un obrero de la construcción que arrastra los pies por una rutina que ya no le ofrece nada, en un pueblo de Illinois en el que tampoco ocurre nada. Él mismo es un tipo que parece querer que no ocurra nada, pero que tampoco soporta seguir así. No sabemos si está triste o simplemente cansado. Tampoco él lo tiene claro. La clase de tristeza que no da para llorar, pero que tampoco se quita con una ducha. Una tristeza que se agarra al cuerpo como lo hace la jornada laboral o la rutina familiar. Intuimos que, cuando Dan grita en el trabajo, cuando pierde los nervios con su hija (Katherine Kupferer) o cuando evita mirar a los ojos a su mujer (Tara Mallen), no lo hace por enfado. Lo hace porque no encuentra otra forma de gestionar ese peso que se le ha quedado dentro. Un peso que no sabemos de dónde viene, pero que va revelándose poco a poco, sin aspavientos.

Dan se cruza por casualidad con un grupo de teatro local que ensaya Romeo y Julieta. Su primera reacción es la esperable: incomodidad, risa nerviosa, ganas de salir corriendo. Pero algo se mueve en él, como si de repente encontrara una grieta en su rutina por la que colarse. El teatro le permite escapar de su vida, sí; pero, también ponerse en la piel de otro, mirarse desde fuera y entender algo que, siendo él mismo, no acababa de comprender. Y de eso va, al final, Ghostlight: de empatía. De escuchar al otro y tratar de entenderle, incluso cuando no lo merece. Especialmente cuando no lo merece. De cómo a veces necesitamos ser otro para reconciliarnos con quienes somos.
La película podría haber caído en el simbolismo evidente —teatro como redención, tragedia en escena como eco del duelo familiar—, pero lo esquiva con inteligencia. A veces con humor. Porque, gracias a unos secundarios brillantes, la película está salpicada de un humor franco que, sin ser excesivo, alivia la carga dramática y aporta luz a la película. Por cierto, hablando de luz, Ghostlight (literalmente «luz fantasma») es una lámpara que se deja encendida en el escenario de un teatro vacío. Para evitar accidentes en la oscuridad, pero también, dicen, para tranquilizar a los fantasmas del teatro. Una luz que no ilumina mucho, pero es suficiente para no sentirte solo del todo.

En Ghostlight no hay grandes revelaciones ni finales catárticos. Tampoco hay un discurso brillante que lo explique todo. La película no busca la redención, ni el giro de guion, ni la lágrima fácil. A veces parece que va a ir hacia ahí y, justo entonces, aparece una respuesta breve que lo desactiva todo, que la baja a tierra. En Ghostlight, los momentos que deberían ser emotivos no van acompañados de violines ni de discursos. Lo que hay es silencio, miradas, gestos torpes. Y eso, paradójicamente, lo hace mucho más emocionante.
Es una película pequeña, rodada con pocos medios, sin rostros conocidos (la más conocida puede ser Dolly de Leon, a quien vimos en El triángulo de la tristeza), en un entorno tan reconocible como anodino. Pero eso le sienta bien. Porque todo en Ghostlight parece rodado desde dentro, con una sensibilidad hacia las emociones torpes, los gestos poco medidos, las palabras mal escogidas. Es cine independiente de verdad. No por lo que carece, sino por lo que elige mostrar.
Es probable que esa intimidad y complicidad que muestra la película se haya transmitido desde la forma en que se rodó: en familia. Literalmente. Keith Kupferer y Tara Mallen son pareja tanto en la película como en la vida real, y son padres de Katherine Kupferer, quien también interpreta a la hija en la película. Las relaciones familiares no se acaban ahí: Kelly O’Sullivan y Alex Thompson, la pareja que codirige la película —ella también escribe el guion— también son pareja sentimental.

La dirección se apoya en lo cotidiano, en la confianza en que lo real, cuando se mira con honestidad, basta. Nada está subrayado. No hace falta: los pequeños detalles son los que la hacen grande. Pequeños detalles que funcionan porque la película, para llegar hasta ahí, ha trabajado cada gesto, cada pausa, cada elección musical, con esas canciones de Oklahoma! que entran sin avisar y cargan de sentido la escena desde el contraste y la oposición. Pequeños detalles que también funcionan porque todo el reparto está brillante, en el tonoo justo, con interpretaciones cargadas de autenticidad.
Ghostlight es sencilla, pero no simple. Y eso no es poco. Porque estamos rodeados de películas que buscan constantemente dejar huella, que gritan para que las escuchemos, que confunden intensidad con profundidad. Esta no. Esta apenas susurra. Pero lo hace desde un lugar que muchos reconocerán. Un lugar triste, cansado. Humano.
