Los puentes de Madison, una película compleja

Los puentes de Madison, dirigida por Clint Eastwood en 1995 a partir de la novela superventas de Robert James Waller, es una de esas películas que suelen generar consenso: una obra maestra. La película que convenció a todo el mundo de que Clint Eastwood era más que un rudo vaquero (aunque ya hubiera rodado otras joyas alejadas del western antes). En 2025 se cumplen treinta años desde su estreno y entre los muchos textos que, supongo, se escribirán sobre la película me ha sorprendido encontrar uno, firmado por Mariola Cubells, que le ha dado una vuelta de tuerca desde una perspectiva feminista actual: que si el final es un problema, que si Francesca (Meryl Streep) se sacrifica por una familia que no la merece, que si el trío de creadores masculinos detrás de la historia refuerzan un modelo patriarcal… La lectura es clara: Francesca debería haberse largado con Robert Kincaid (Eastwood), su fotógrafo del National Geographic y amor de verano, en lugar de quedarse atrapada en su vida de ama de casa en Iowa.

Esta lectura, que puede parecer lógica desde un prisma contemporáneo que valora la independencia femenina por encima de todo, se me queda muy corta. Porque jamas he visto que ese final sea un “quédate con tu marido” disfrazado de poesía, sino una reflexión más jodida y ambigua: una mujer que ama profundamente y, sin embargo, decide no moverse. Una elección atravesada por la historia, el deber, el deseo, la memoria… y por todo lo que implica haber sido mujer en la América rural de los años 60. Me gustaría mostrar las capas que encuentro bajo esa decisión final. Porque no siempre el amor gana. Ni falta que hace.

Contra el “y vivieron felices y comieron perdices”

Esta claro que a Mariola Cubells y las personas que aparecen en el artículo les escuece que Los puentes de Madison: no tenga un final feliz. Y no uno cualquiera, sino el final feliz que todos queremos ver. Que Francesca lo deje todo, se suba a esa camioneta y se largue con Robert a recorrer el mundo sacando fotos y haciendo el amor en moteles de carretera. Pero no. No lo hace. Y eso, para muchos, parece que es imperdonable.

Entiendo que la obsesión con el “happy ending” viene de lejos. Nos la inoculan desde pequeños con cuentos, películas, canciones. Y sí, reconforta. Pero el cine, cuando se pone serio, a veces nos recuerda que la vida no siempre se cierra bien, que hay elecciones que duelen, amores que no pueden ser y despedidas que no tienen retorno. Y eso, precisamente, es lo que hace el final de esta película: te agarra por dentro y te deja pensando. No por lo que pasa, sino por lo que no llega a pasar. Los finales tristes sirven para eso: para hacernos mirar el mundo sin edulcorantes. 

No voy a ser tan cafre como el guionista Simon Kinberg que afirma que  “los finales felices son historias inacabadas”, pero sí que es cierto que hay cierta honestidad en esos desenlaces que no intentan maquillar la realidad. Todos preferiríamos quedarnos con la imagen de Celine y Jesse en Antes del amanecer o Antes del atardecer, pero es innegable que Antes del anochecer tiene mucho de cierto, por lo menos de plausible. Y eso es porque no acabamos la historia en París. En Los puentes de Madison, la historia está acabada. No como nos gustaría, pero quizá sí como tenía que ser. Francesca no se sube a la camioneta porque sabe lo que eso implica. Porque no vive en una fantasía. Porque su mundo, con sus reglas, no le permite hacerlo sin romperlo todo.

El contexto que lo cambia todo

Para entender por qué Francesca no se sube a esa maldita camioneta, hay que mirar más allá del drama íntimo. Hay que mirar dónde y cuándo vive. Porque no es solo una cuestión de amor, sino de contexto. De historia. De realidad. Estamos en Iowa, 1965. Y eso no es solo un decorado bonito de campos infinitos: es una trampa.

Francesca no es una mujer libre y empoderada en el S.XXI. Es un ama de casa en la década de los 60, inmigrante italiana, que vive aislada en una granja y depende económicamente de su marido. En esa época, muchas mujeres no podían ni abrir una cuenta bancaria sin el permiso del esposo (la Equal Credit Opportunity Act se aprobó en 1974). Salirse del guion —irse con otro, romper la familia— no era solo una decisión emocional: era un salto al vacío sin red.

El ideal era claro: matrimonio, hijos, silencio. Las mujeres debían ser discretas, abnegadas, devotas del hogar. Y si se desviaban, ya sabían lo que había. El ejemplo lo tiene Francesca delante: Lucy Redfield, la vecina que tuvo una aventura, se convierte en apestada del pueblo. Francesca no es tonta. Sabe lo que le espera si se va: perder a sus hijos, convertirse en una marginada, vivir sin un duro y con un futuro incierto.

Tampoco nos podemos olvidar del tema legal. En 1965, divorciarse era un infierno burocrático y moral. No existía el “divorcio sin culpa”: había que demostrar que el otro era el malo. Un escarnio público. Y luego, ¿qué? ¿Depender un hombre nómada? ¿Ser una mujer sola, con hijos, en un país que no es el suyo y sin independencia económica? La épica romántica se deshace frente a la logística real.

Ese final no es el que querríamos, pero sí es uno que tiene sentido. La película no dice “esto es lo correcto”, tampoco “esto es lo que era posible”. Solo muestra a una mujer teniendo que tomar una decisión, y al mostrar esa dificultad con tanta contención, lanza su crítica más potente a un mundo injusto. No con discursos, sino con una mujer mirando por la ventana de un coche mientras llueve y la vida se le escapa.

No, Francesca no se rinde (del todo)

Leer la decisión de Francesca como pura resignación es, cuanto menos, reduccionista. No estamos ante una mártir que se deja arrastrar por el deber, sino ante una mujer que elige —sí, elige— quedarse. Dentro de unas condiciones injustas y limitantes, evidentemente, pero elige. Y eso importa.

Una de las claves está en la idea de preservar el recuerdo. Francesca sabe que esos cuatro días con Robert son irrepetibles. Que han sido, probablemente, lo más luminoso que le ha pasado en la vida. Pero también sabe que si se va con él, ese amor perfecto podría corromperse. Convertirse en otra rutina. En otra decepción. Así que decide congelarlo en el tiempo. Hacerlo eterno. Guardarlo como una joya secreta.

Y al mismo tiempo, está el peso real de la familia. De los hijos. De un marido que no es un tirano, sino simplemente gris. Francesca no es indiferente al daño que causaría si se fuera. No solo a los demás, también a sí misma. Por eso, aunque nos duela, su decisión no es cobardía. Es conciencia.

Eastwood lo muestra con elegancia: los planos centrados en el rostro de Meryl Streep, su mirada rota, la tensión en sus manos cuando agarra la puerta del coche… todo apunta a una lucha interior brutal. No hay nadie obligándola. No hay chantaje. Hay un silencio lleno de sentido. Y una decisión que duele.

Porque incluso dentro de la opresión, hay margen para decidir. Y Francesca lo usa. Para quedarse. Para recordar. Para vivir, aunque sea a medias. Pero también para no traicionarse del todo. Y eso, en su contexto, ya es una forma de resistencia. Insisto, podemos no estar de acuerdo con ella, podemos pensar desde nuestros días que no debería haber hecho eso, podemos gritarle que haga otra cosa, hasta podemos, por qué no, enfadarnos con ella; pero la película en ningún momento dice que esa sea la decisión correcta, solo dice que es la que tomó. Igual empatizar es mejor que adoctrinar.

Y, por supuesto, no podemos pedirle a él que se quede. Eso sería no respetar la decisión de Francesca.

¿Y si el cine no tuviera que educarnos?

No seré yo el que diga que el cine tiene que ser apolítico o equidistante. Tampoco quién niegue la capacidad que tiene de generar relato social, Pero lo que sí afirmo es que el cine no tiene por qué servir de manual de conducta. No todo personaje tiene que ser ejemplar, ni cada historia encajar en un molde moral. A veces, lo más honesto que puede hacer una película es mostrarnos la contradicción sin resolverla

Por supuesto que el cine aún es relevante

05/03/2025 - Ricardo Fernández

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El arte funciona mejor cuando incomoda que cuando adoctrina. Y eso es justo lo que hace esta película: no te dice qué pensar sobre Francesca, te obliga a pensar en ella. ¿Hizo bien? ¿Se equivocó? ¿Fue cobarde o valiente? Lo siento mucho, pero más allá de lo que diga el artículo de Mariola Cubells, la respuesta es: depende. De tu experiencia, de tus creencias, de tus miedos. La ambigüedad no es un fallo. Es una herramienta.

Ahí están los ejemplos más clásicos y mil veces citados: Michael Corleone en El padrino, Alex en La naranja mecánica, los personajes de Watchmen, Joel en The Last Of Us… todos son figuras moralmente turbias que nos obligan a mirar zonas grises. No son modelos. Son espejos deformantes que nos enfrentan a la incomodidad de no saber qué haríamos nosotros. Y si lo sabemos, a tratar de empatizar con quien eligió diferente.

En ese contexto, Francesca no es “una mujer que se sacrifica por su familia”. Es una mujer que se debate entre dos lealtades y elige, como puede. La película no la juzga ni la absuelve. Simplemente la sigue. Y eso la hace más real. Porque no hay lección clara. 

Subversión sin aspavientos

Hablando de crear relato social, nos llevamos tiempo quejando de la idealización del amor romántico desde la música y el audiovisual, Pues si hay algo que Los puentes de Madison hace con sigilo pero con eficacia es dinamitar las reglas del juego del romance cinematográfico. Porque sí, estamos ante una historia de amor arrebatado… pero no hay final feliz, ni beso bajo la lluvia, ni promesa de “nos volveremos a ver”. Lo que hay es una renuncia. Y no por falta de amor.

En un género que suele premiar la pasión por encima de todo, esta historia opta por todo lo contrario: contención. Y eso, en sí mismo, ya es transgresor. Porque no hay nada más raro en el cine romántico que una mujer enamorada que decide no actuar en nombre del deseo.

Y lo mejor de todo es que la película no lo hace con trampa. No hay giro de guion sorprendente ni discurso final lacrimógeno. La transgresión está en la sencillez: dos personas que se encuentran, se transforman… y se separan. Porque la vida es así, porque no todo puede ser. Porque no siempre hay segunda oportunidad.

Siempre me ha encantado esta portada. Dos líneas que se tocan y cambian. Dos vidas que se tocan y cambian. Eso es Los puentes de Madison

En vez de ofrecer una fantasía de escapismo, Los puentes de Madison se instala en una realidad incómoda. Una donde la libertad no siempre es posible, y donde la pasión tiene que enfrentarse a la rutina, a los hijos, al qué dirán. La subversión no viene en forma de ruptura dramática, sino de aceptación dolorosa.

Por eso, más que a los romances modernos que deconstruyen el amor con cinismo o ironía (La La Land, (500) días juntos…), la película se emparenta con Breve encuentro, ese clásico donde también se elige la renuncia. Ahí, como aquí, la grandeza está en no consumar. En dejar que el amor quede suspendido, intacto, como una fotografía que no se toca para que no se estropee.

El legado de una madre

Uno de los argumentos para criticar la película que se enarbolan en el artículo de El País es la reacción egoísta  de los hijos. Es curioso, porque a mi lo que me hace pensar es que si esos hijos reaccionan así, como habrían reaccionado la generación de sus padres, es decir, la gente con la que vivía Francesca. Pero es que Los puentes de Madison también es —y esto muchas veces se olvida— la historia de dos hijos que descubren, demasiado tarde, quién era de verdad su madre. Porque sí, la historia de Francesca nos llega a través de ellos: Michael y Carolyn, ya adultos, buceando en los diarios y cartas que dejó tras morir. Y lo que encuentran no es una madre modelo, sino una mujer que, durante cuatro días, vivió algo que jamás se atrevió a contarles.

La primera reacción es la esperable: desconcierto, incomodidad, incluso rechazo. Michael, sobre todo, se lo toma mal que para eso tiene una visión mucho más masculina y heteropatriarcal ¿Cómo puede ser que esa mujer callada y práctica, esa madre “normal”, tuviera una historia de amor secreta? ¿Cómo puede querer ser enterrada en un puente y no junto a su marido?

Pero lo interesante es que esa reacción cambia. Poco a poco, al ir reconstruyendo la historia, empiezan a ver a Francesca no como “mamá”, sino como una mujer. Una mujer que tuvo que tomar una decisión difícil. Que amó de verdad. Que se tragó sus ganas, sus sueños, su dolor… y siguió adelante. Y eso, aunque no lo digan abiertamente, les remueve. Porque ellos tampoco son felices. También arrastran matrimonios a la deriva, rutinas sin pasión, decisiones tomadas por inercia.

La historia de Francesca, lejos de escandalizarlos, termina por darles permiso. Les abre los ojos. Les dice: puedes querer otra vida. Puedes tomar otro rumbo. No estás obligado a quedarte donde no eres feliz. Y eso, aunque llegue tarde, es un regalo.

Cuando, al final, esparcen sus cenizas en el puente Roseman, no solo están cumpliendo un último deseo. Están cerrando una brecha emocional. Están diciendo: “ahora te entendemos”. Y, quizá sin saberlo, están construyendo su propio puente: entre lo que heredaron y lo que pueden ser.

No pidamos películas masticadas

Los puentes de Madison no necesita sermones ni moralejas. Lo que ofrece es algo más incómodo y, por eso mismo, más valioso: una historia de amor que no se consuma, una mujer que ama profundamente pero decide quedarse donde está. No por cobardía ni por servilismo, sino porque el mundo en el que vive le da muy pocas opciones. Y dentro de esas limitaciones, elige.

Creo que desde los análisis cinematográficos mínimamente serios no podemos criticar las películas simplemente porque no son como queremos que sean. Una cosa es cuestionar las decisiones de quien crea una película —ese montaje que la hace confusa, ese guion que no desarrolla a los personajes, o cualquiera de las cientos de pegas posibles—, y otra bien distinta es reprocharle que no siga el camino que querías que siguiera. Si te apetece ver una historia de una mujer que, en una época difícil, pega un portazo y se va, puedes poner Mildred Pierce —sobre todo la versión protagonizada por Kate Winslet—, que explora muy bien esa vía. Los puentes de Madison es otra historia. Y quienes escribimos sobre cine tenemos que mirar más allá de lo que hace el fandom radical de las pelis de superhéroes.

Si no queremos que las películas vengan telegrafiadas, masticadas y explicadas hasta la extenuación, esforcémonos en ver todos los matices y capas que tienen las películas complejas.