Sergei Loznitsa no es un cineasta que se caracterice por su frenetismo. Su cine, incluso el documental, se toma el tiempo que necesite para construir la historia que quiere contar y recrear las sensaciones del ambiente. En Two Prosecutors, presentada en Competición en Cannes 2025, regresa a la ficción para explorar el estalinismo desde dentro del engranaje del sistema. Una historia de lucha contra el sistema sin demasiada acción, solo burócratas, amenazas, y miedo. La película, inspirada en un relato del escritor y gulaguiano Georgy Demidov, es tan seca como precisa, tan escalofriante como silenciosa.
La trama, en apariencia, es sencilla: un joven fiscal investiga el caso de un prisionero que afirma haber sido detenido por error. Lo que sigue es una lenta caída sin red: entrevistas, archivos, silencios, escaleras. El protagonista, interpretado con contención milimétrica por Alexander Kuznetsov, no se enfrenta a un antagonista, sino a un sistema que se alimenta de su propia lógica circular. No hay revelaciones. Solo el descubrimiento de que, en ciertos contextos, la verdad no importa en absoluto.

Loznitsa filma como si diseccionara un animal muerto. Todo es estático, pulcro, glacial. La oficina, el pasillo, la celda: espacios sin alma donde la justicia (o su ausencia) se convierte en trámite. El referente más evidente es Kafka, por supuesto, pero también puede evocar a Haneke en su precisión al captar el terror administrativo latente. Con una cuidada estética, los encuadres y sobreencuadres capturan a los personajes. Composiciones muy simétricas en escenarios pulcros, en desaturados tonos ocre, en los que las formas geométricas del entorno se convierten en barrotes de una prisión.
La dirección de fotografía, a cargo de Oleg Mutu (4 meses, 3 semanas, 2 días), refuerza esa sensación de asfixia institucionalizada. No hay adornos ni contraluces redentores: solo oficinas grises, archivos interminables y paredes que parecen absorber cualquier intento de empatía. Tampoco hay música extradiegética. Ni una nota para guiar la emoción del espectador, ni un respiro sonoro: solo el eco de los pasos, el crujido de una silla, los lamentos de los testimonios.

En el montaje, Loznitsa parece alargar las escenas un punto más de lo necesario porque en esos momentos en que nada pasa es cuando llega la tensión por lo que puede pasar, por lo que sabemos que, finalmente, pasará.
Una película que habla de la URSS de 1937, sí, pero también de cualquier maquinaria estatal que convierta a los individuos en engranajes prescindibles. De la justicia aplicada de manera torticera para justificar el relato de los poderosos. De funcionarios que solo quieren hacer su trabajo y son castigados por ello. De funcionarios que prostituyen su trabajo en busca de un premio. ¿Suena actual? Por desgracia sí.