Reseña de Black Dog, de Guan Hu
Guan Hu comenzó su carrera dentro de lo que se denominó la sexta generación china, aquella hornada de cineastas —con Jia Zhangke y Lou Ye a la cabeza— que en los años noventa reaccionó contra las epopeyas propagandísticas de sus mayores y prefirió contar historias pequeñas, reales, de gente común, centrándose en los problemas derivados de los cambios sociales y económicos del país, y, sobre todo, en los marginados. Sin embargo, el cine de Guan Hu fue virando hacia lo mainstream, una evolución que alcanzó su punto álgido con las superproducciones bélicas The Eight Hundred (2020) y The Sacrifice (2020), cuyo éxito comercial lo convirtió en uno de los nombres grandes del cine chino. Luego llegó la pandemia. Guan Hu paró y decidió volver a sus orígenes.
El propio director lo explicó así: quería hacer una película con contención, sin drama sobreactuado, observando un fragmento de vida. Mientras estaba confinado, pasó semanas junto a sus perros, observándolos, escuchando sus silencios, según decía, “intentando entender esa forma de comunicación muda que se establece entre seres que se saben solos pero se acompañan”.

Ese regreso a los orígenes se llama Black Dog, aunque el título original en chino es mucho más significativo: Gou Zhen (狗阵), que podría traducirse como “formación de perros” o “disposición de perros”, en plural. No se refiere a un único animal, sino a toda una comunidad invisible: la de los expulsados, los desplazados, los que sobran. La película es una fábula sobre ellos.
La historia arranca en 2008, mientras Pekín se prepara para los Juegos Olímpicos y China quiere enseñar al mundo su mejor cara. Muy lejos de allí, en un pueblo remoto de la provincia de Gansu, el protagonista, un joven llamado Lang —que en chino significa “lobo”—, sale de la cárcel y vuelve a casa. Un regreso accidentado por una jauría de perros salvajes que provocan un siniestro. Lo primero que encuentra es una ciudad a medio borrar y un trabajo: capturar perros callejeros que se han escapado. Lang obedece, a medias, siente cierta empatía con unos seres vivos que le recuerdan a él mismo. Hasta que se topa con uno negro, flaco, esquivo, que no se deja atrapar.
El nombre del protagonista es Lang, aunque le apodan Erlang, como Erlang Shen, un dios guerrero, solitario, justo y marginado del poder celestial, según la mitología china. Una deidad que, con su tercer ojo, ve la verdad y pelea por los débiles acompañado por su perro: un galgo flaco y negro llamado Xiaotian Quan. No hacen falta más explicaciones.

El vínculo entre Lang y ese perro callejero, que se niega a rendirse, que muerde, que ataca, que está muerto de miedo. Un animal salvaje que no lo ha sido siempre, pero al que la vida ha ido empujando a la violencia como única defensa. La sociedad lo ha marginado, y cuanto más lo margina, más feroz se vuelve. Un círculo vicioso que solo se rompe cuando alguien —Lang— le ofrece lo básico: comida, agua, cobijo. Tampoco resulta difícil ver el paralelismo con una sociedad asustada, que vira hacia posiciones más agresivas cuando se siente abandonada y atacada.
En paralelo, la película construye un retrato en sordina del país y del sistema. Mientras Lang y el perro vagan en silencio, la megafonía no calla. Los altavoces repiten lo mismo una y otra vez: cuidado con los perros, viene el eclipse, llegan los Juegos Olímpicos, el futuro es brillante, el progreso es inevitable. Pero ese progreso no es para todos. Los pobres, los ancianos, los enfermos, los perros, sobran. Hay que quitarlos de en medio. El mensaje es claro: los perros afean, asustan, no atraen inversores. Lo que nadie parece ver es que los siguientes en ser apartados porque atacan los beneficios pueden ser ellos.
La escena del eclipse lo deja claro. Cuando el sol se oscurece, todo el mundo sale de sus casas para mirar al cielo. Abandonan la ciudad en masa, igual que antes lo hicieron los animales. Todos pendientes del gran evento, mientras lo cotidiano se derrumba. La metáfora no puede ser más aplastante: esos eventos grandilocuentes, como los Juegos Olímpicos o un eclipse solar, están rodeados de luz pero traen sombras. Y siempre son los mismos los que acaban en la oscuridad.

Visualmente, la película lo acentúa todo. Guan Hu rueda en scope, como si estuviera haciendo un western. Y en cierto modo, lo está haciendo. Lang es un llanero solitario que recorre el pueblo a caballo (bueno, en moto), se enfrenta al orden establecido y acaba cabalgando hacia el horizonte. Hay desierto, hay polvo, hay calles vacías. Hay peleas, incluso, aunque apenas se vean. Porque la violencia, cuando llega, ocurre fuera de plano, algo que tiene sentido en una película en la que lo importante está en lo que no se ve y en lo que no se dice. Por eso hay silencio. Mucho silencio. Porque Lang apenas habla, dice muy poco, y sin embargo, gracias a la magnífica interpretación del popular actor taiwanés Eddie Peng, lo dice todo: con la mirada, con el cuerpo, con los gestos. Frente a la propaganda omnipresente, su silencio es una forma de resistencia. Una manera de recordar que no todo el mundo está incluido en el relato del progreso.
La estética acompaña. La fotografía, a cargo de Gai Weizhe, convierte el desierto de Gobi en un espacio tan imponente que acentúa la vulnerabilidad de las personas. Apenas son una mancha en el plano… hasta que se juntan, y así, como los perros en jauría, te das cuenta de que realmente son muchos, y de que importan. Es un cine de contemplación, no de explicación. Cercano a Jia Zhangke, en temática y en estética. Una influencia que no se oculta, porque el propio Zhangke también aparece en la película, interpretando a un personaje secundario, y figura como productor.
Black Dog funciona como una parábola, pero también como una radiografía. Nos habla de China, sí, pero también de cualquier lugar donde se margina al que no produce, al que no suma, al que no encaja. DE lugares en los que prefieren construir circuitos de Formula 1 en lugar de hospitales públicos o viviendas protegidas.