Reseña de Ballad of a Small Player, de Edward Berger
Edward Berger, tras la crudeza bélica de Sin novedad en el frente y la tensión contenida de Cónclave, se atreve ahora con un relato de casinos, humo y delirios etílicos. La película, que adapta la novela de Lawrence Osborne, sigue a Lord Doyle (Colin Farrell), un estafador convertido en jugador compulsivo que se arrastra por Macao (una especie de Las Vegas china) como un fantasma extranjero, atrapado en una espiral de deudas, supersticiones y visiones de su propia desaparición.
Lo más sólido de la película es Farrell, que exprime cada gesto de desesperación y decadencia hasta hacer tangible la fragilidad del personaje. Un actor volcado en una interpretación múy física, donde su sudor y sus manos temblorosas transmiten más que un guion lleno de giros y personajes secundarios que apenas suman. Tilda Swinton, que interpreta a un personaje que no debe salir en la novela, da la sensación de ser un parche para rellenar el pasado sin dibujar del protagonista.

Como suele ocurrir, Berger aprovecha las localizaciones, le da igual que sea el campo de batalla, el vaticano o los neones y fuentes de Macao. Así, esta ciudad de juego y pecado aparece reflejada como un infierno brillante, pero también refuerza la sospecha de que Berger confía demasiado en el esteticismo. Porque sí, hay estilo, hay movimientos de cámara fluidos y luces de colores que evocan un Wong Kar-wai con esteroides o a un Sorrentino orientalizado, pero poco de esa exuberancia se traduce en emoción o en un retrato humano como el que requiere la historia de autodestucción que estamos presenciando. Los giros de guion, que en Cónclave podían tener su interés o generar sorpresa, aquí tienen mucha menos fuerza porque no hay profundidad en la historia o conexión emocional con su protagonista. Tiene ritmo, tiene acción y constantemente pasan cosas, otra cosa es que esas cosas importen. Ballad of a Small Player es un ejercicio de forma que deja la sensación de estar apostando mucho para ganar bastante poco.