Reseña de Historias del buen valle, de José Luis Guerín
José Luis Guerín vuelve a la Sección Oficial del Zinemaldia con Historias del buen valle, un proyecto que remite inevitablemente a En construcción. Aquella película de 2001 supuso un hito en el documental español: la mutación de un barrio barcelonés convertida en relato humano y urbano. Ahora Guerín retoma esa línea, de nuevo en Barcelona, y lo hace con la complicidad de Jonás Trueba como productor y con un rodaje que se alargó durante tres años. El resultado es un retrato del barrio periférico de Vallbona, aislado por autopistas, vías de tren y un río, poseedor de una memoria y una identidad propias que se resisten a ser borradas.
En el cine de Guerín, como en el de Frederick Wiseman, la clave está en la inmersión: convivir con un lugar hasta que su ritmo, sus tensiones y sus alegrías se convierten en algo más que imágenes, se convierten en un lugar que vivir. Historias del buen valle muestra la lucha de sus habitantes por defender lo que tienen —una forma de vida, un espacio, una memoria compartida— más que por desear lo ajeno. Hay reivindicaciones, como la de una parada de tren que acerque el barrio al resto de la ciudad, pero lo esencial es la resistencia cotidiana. También aparece cómo el paisaje urbano condiciona el paisaje humano: los bloques, los descampados, las vías, todo moldea las relaciones. Y en medio de ello, la convivencia entre culturas, con episodios de racismo que no se esconden, pero también con la constatación de que los problemas son comunes y compartidos.

La película es notable, pero algunas escenas parecen demasiado coreografiadas —el funeral colectivo, los balcones repletos de vecinos al unísono—, y aunque funcionan a novel cinemtográfico, incluso emocional, rompen un poco el pacto de autenticidad que Guerín nos ha propuesto. Es como descubrirle un truco al mago. Además, en la segunda mitad el relato se dispersa, pierde foco, una sensación intangible en un documental que no tiene un hilo conductor definido. Aun así, el cierre recupera fuerza, aunque sea evidente que está preparado, lo que obliga a contradecirme y admitir que, aunque calculado, resulta poderoso.
Por estilo y por ritmo, no es una propuesta pensada para todos los públicos. Quien espere un relato convencional encontrará largas escenas de observación y una narrativa fragmentaria. Pero para los que disfrutan de este tipo de cine —que más que contar historias se empapa de ellas—, Historias del buen valle seguro que les aporta dos horas de disfrute e inmersión en una bonita historia llena de humanidad.