Reseña de Cobre, de Nicolás Pereda
En Horizontes Latinos hemos encontrado Cobre, la nueva de Nicolás Pereda. Una película que comienza con un cadáver en una cuneta al que no siguen policías corriendo, ni conspiraciones reveladas a golpe de giros de guion, ni peligrosos villanos atemorizantes. Lo que hay es Lázaro, un tipo flaco, cansado, que asegura tener problemas para respirar, no tiene ninguna gana de trabajar y sí la habilidad de meterse en líos hasta cuando solo quiere pedir una baja médica.
Nicolás Pereda lleva ya una larga trayectoria en festivales, con premios en Orizzonti de Venecia, Guadalajara o FICUNAM, y asegura que Cobre nació tras una reflexión sobre la violencia ligada a la explotación minera en México, sobre los cuerpos que pagan con su salud y sobre las verdades que se esconden bajo capas de burocracia.
Pereda trabaja con sus actores habituales y esa familiaridad se nota. Lázaro Gabino Rodríguez, Teresita Sánchez o Rosa E. Juárez sostienen la historia con unas interpretaciones muy naturales, muy contenidas, pero llenas de matices y, sobre todo, de química. Estos matices son importantes, porque en Cobre lo esencial no se muestra: la corrupción, las mentiras, la desconfianza, la paranoia, la violencia soterrada… todo ocurre fuera de campo, y lo que vemos son las consecuencias. La atmósfera se va impregnando de esa tensión invisible, casi imperceptible, y se ve aliviada por un humor seco constante y una fina sátira social.
El estilo es sobrio, paciente, sin prisas, con planos que se alargan y silencios que dejan espacio a lo cotidiano. A ratos parece que no pasa nada, pero entre repetición y repetición, en lo absurdo de la vida diaria —como si Hong Sang-soo hubiera conocido a Jim Jarmusch en un pueblo perdido de México— encontramos una brecha para el amor. Aunque sea en un pequeño gesto, aunque sea prohibido, aunque sea a escondidas. Como casi todo lo que pasa en ese pueblo, por otro lado.