Durante este curso, el cineclub Kresala va a dedicar una retrospectiva clásica al director Ernst Lubitsch. Aprovechamos esta excusa para hablar de uno de los cineastas más importantes de la historia.


Érase una vez el cine a principios de los años 30 del siglo pasado. Era la época de sus primeros balbuceos, de la creación del lenguaje del sonoro, y los directores, en lugar de lanzarse a la aventura y explorar las infinitas posibilidades que les ofrecía el sonido, se acomodaron, usándolo principalmente para facilitarles su trabajo, renunciando así a profundizar en los hallazgos del cine mudo. Pero, ¿fueron todos los directores? No: algunos, los más osados, siguieron sacando el máximo partido a las imágenes y solo recurrieron al sonido para perfeccionar sus películas y elevarlas así a una categoría superior, y todo ello sin perder el aplauso del público. Fueron estos directores los que desbrozaron los caminos por los que hoy transita el cine, y los que lograron que fuese al fin considerado un arte mayor y no el hermano pequeño del teatro. Eran todos hombres llenos de ingenio, inquietos y visionarios, y de todos ellos, el más reconocido, el más influyente, el más admirado, el mejor, fue Ernst Lubitsch.

Su éxito es en realidad anterior a la llegada del sonoro: ya en los años 20 Lubitsch era un director muy reputado en Europa y en Estados Unidos, y algunas de sus películas, además de ser consideradas obras maestras (La muñeca, Ana Bolena, El abanico de Lady Windermere, El príncipe estudiante…), fueron taquillazos. Era además un hombre talentoso y con estrella, al que las cosas siempre le fueron de cara —no tuvo tanta suerte en lo personal, sobre todo con su salud —, y a partir de los años 30, con el sonoro, se convirtió en el director más importante de Hollywood, logrando entre otros hitos dirigir un estudio (Paramount Pictures), algo que ningún otro realizador ha vuelto a conseguir, porque era, como ya he dicho, el mejor.

Primeros trabajos del sonoro. El estilo Lubitsch (o su famoso toque)

Lubitsch usaba casi siempre el mismo método: buscaba una obra de teatro o un cuento, a poder ser poco conocido y de origen centroeuropeo; trabajaba el guion con alguno(s) de sus colaboradores, todos extraordinarios, exprimiéndolos al máximo (uno de ellos fue Billy Wilder, quien contaba que, a veces, cuando creían tener una frase perfecta, Lubitsch les decía «está muy bien, pero lo quiero en una palabra »); se involucraba profundamente en la preproducción, con la que era muy minucioso; rodaba la película con un ritmo extenuante, repitiendo las tomas las veces que fueran necesarias —y podían ser muchas— hasta conseguir la que quería; y supervisaba exhaustivamente la postproducción, hasta terminar el film y estrenarlo. Este control absoluto del proceso creativo de sus películas otorgaba a Lubitsch el estatus de autor total, lo que le permitió transferir su personalidad a su cine con libertad y crear así una obra fascinante e irrepetible.

Con este método Lubitsch produjo a principios de los 30 Remordimiento, Montecarlo, Un ladrón en la alcoba, Una mujer para dos y La viuda alegre, entre otras, películas todas ellas muy adelantadas para su época, llenas de hallazgos formales y transgresiones temáticas, que las hacen deliciosas incluso para los gustos del siglo XXI. La mayoría de estos films transcurren en Europa —con especial predilección por París y las monarquías centroeuropeas, algunas de ellas inventadas— y en ambientes glamurosos y sofisticados, y la mayoría son comedias ligeras o musicales y escenifican un mundo mayormente feliz donde todo, todo, incluso el sexo, tan restringido en la pantalla por aquel entonces, era posible —no es extraño que las salas se llenases de espectadores que querían vivir en estas películas aunque fuese por unos minutos, ¿verdad?—. Pero lo que de verdad caracteriza estos trabajos—y los que vendrían después— es el personalísimo estilo de Lubitsch, esa combinación entre lo visual y lo sonoro, lo que se enseña y lo que se oculta, que confieren a su cine ese toque tan único y reconocible con el que enamoró al mundo.

Para explicar el estilo de Lubitsch habría que hablar primero de las dificultades a las que tuvo que enfrentarse en la época muda —la necesidad de contar las historias sin palabras— y a las que hizo cara en el sonoro —la mojigatería de la sociedad americana y el Código Hays, que desde 1934 impedía visualizar ciertos temas en las películas, sobre todo los relacionados con el sexo—, y de cómo Lubitsch las superó con su ingenio. ¿Que no se puede contar algo sin palabras? Él y sus guionistas se devanaban los sesos y lo lograban, incluso con una sola imagen. ¿Que no se puede hablar de adulterio? Lo sugería, y el público lo visualizaba en su cabeza. ¿Que no se puede mostrar a dos amantes en una cama? Pues lo hacía, pero de un modo indirecto. ¿Que no se pueden hacer chistes sobre cosas serias como el nazismo y el comunismo? Ya lo creo que sí, y películas enteras si hace falta.

Sobre esto hay mil ejemplos: sucesiones de planos (los zapatos, los sombreros —¡y hasta un perro!— de Los Peligros del Flirt, que pasan de ser negros a ser blancos para mostrar el cambio de humor de la protagonista); encuadres (el hueco de la pierna de un mutilado a través del que se divisa un desfile militar en Remordimiento, para recordarnos que la guerra fue muchas cosas, pero no un paseo triunfal); acciones que suceden fuera de campo, sobre todo detrás de las puertas (hay muchas, pero tengo debilidad por la confusión entre los cinturones del amante y el padre de Jeanette MacDonald en La viuda alegre); elipsis narrativas (el paseo en off de Montecarlo, punteado por un reloj y las diferentes intensidades en las que este suena según lo que la pareja está haciendo en la oscuridad del parque); chistes magníficos sobre cualquier tema, y además en tres tiempos (el del sombrero de Ninotchka); diálogos unidos a la imagen («tenemos mucho tiempo por delante, semanas, meses, años», junto con el plano de la sombra de los amantes en una cama, en Un ladrón en la alcoba); diálogos a secas (el del aviador y Carole Lombard en Ser o no ser: «soy capaz de lanzar tres toneladas de bombas en dos minutos», «¿de verdad?», «¿le interesa?», «claro que sí», «¿me permitiría enseñarle mi avión?», «por supuesto»); y así podríamos seguir hasta el infinito.

Vistos hoy, algunos de estos recursos pueden resultar ingenuos y carecer de fuerza, pero es que estamos separados por demasiadas décadas —y películas— del estreno de estos films: si hacemos el esfuerzo de colocarnos en los ojos del espectador de entonces, no nos cabe otra que reconocer que estos toques son siempre brillantes. Es que siguen resultando ocurrentes y transgresores, y lo son sobre todo por algo: Lubitsch, a quien no le gustaban los límites, recurrió a la inteligencia del espectador para saltárselos, y le salió bien la jugada, pues es en la mente de este donde —con unas pocas pistas— se construyen las mejores escenas de sus películas, llegando mucho más allá de lo que podría haber alcanzado haciéndolas visibles.

¿Dónde estaba su límite? Repercusión de su cine

Con ese estilo, pero aún más depurado, siguió haciendo cine a finales de los 30 y principios de los 40, su época de máximo esplendor. En ella firmó de una tacada —agárrense bien— Angel, La octava mujer de Barba Azul, Ninotchka, El bazar de las sorpresas, Lo que piensan las mujeres, Ser o no ser y El diablo dijo no, películas todas magníficas que, incluso hoy, siguen resultando modernas y transgresoras, un verdadero capricho para el cinéfilo. Pocos directores pudieron rodar en tan pocos años —tan solo seis— tantas obras maestras; lástima que la racha se viese truncada por la mala salud de Lubitsch, que sufrió su primer ataque al corazón en 1944 mientras rodaba La Zarina, que terminó Otto Preminger. La cuestión es que cuando estuvo medianamente en forma fue capaz de dirigir la estupenda El pecado de Cluny Brown, pero poco más. En 1947 intentó filmar La dama de armiño, pero apenas empezada sufrió un infarto que terminó con su vida.

Me pregunto, viendo estas películas, hasta dónde hubiese llegado Lubitsch si la salud le hubiese respetado. ¿Hubiese seguido realizando obras memorables —o incluso mejores—, como hicieron algunos de los directores que como él venían del cine mudo (John Ford, Alfred Hitchcock, Howard Hawks), o su carrera hubiese entrado en declive, como la de otros compañeros (Preston Sturges, Frank Capra, William A. Wellman)? Es imposible saberlo. Pero da igual: su obra es tan extraordinaria así, y tan respetada y querida por aficionados, críticos y directores de todas las épocas, que para qué ponernos a elucubrar.

Siendo un autor tan venerado, no es de extrañar que la influencia de su cine fuese muy amplia. Él solito creó la comedia romántica, perfeccionándola con los años hasta convertirla en un combinación irresistible de humor y emoción que un sinfín de autores, algunos con mucho éxito —aunque no tanto como Lubitsch—, han cultivado hasta nuestros días. Podemos adivinar sus huellas en Frank Capra, Preston Sturges, Mitchell Leisen, Howard Hawks, George Cukor, Stanley Donen o —el que más— en Billy Wilder; pero hay otros autores más modernos que, de algún modo, se consideran influenciados por sus películas, y entre ellos están Blake Edwards (fácil, ¿verdad?), Wes Anderson (algo muy evidente en Gran Hotel Budapest) y hasta Pedro Almodóvar, quien confiesa haberse inspirado en las sugerencias sexuales y los dobles sentidos de los diálogos de Lubitsch para construir los suyos.

Con todo lo dicho, no es de extrañar que sus películas sigan programándose en filmotecas y cineclubes y que las salas se llenen de aficionados para paladearlas con gusto. Su hechizo sigue vigente; su elegancia y su atrevimiento siguen cautivando a los aficionados de todo el mundo. Porque ya lo dijo Truffaut: «lo que ni se aprende ni se compra es el encanto y la malicia. ¡Ay! El encanto malicioso de Lubitsch es lo que hacía de él un auténtico príncipe».