Reseña de La chica del tren
La chica del tren es uno de los fenómenos literarios del año. Siguiendo los pasos de novelas como Perdida de Gillian Flynn o la trilogía Millennium de Stieg Larsson, se trata de una historia de intriga protagonizada por mujeres que afrontan de distinta forma el injusto trato que reciben en un mundo dominado por hombres. La adaptación cinematográfica tiene lo peor de la novela y prescinde de algunas de sus virtudes. Los clichés, los diálogos artificiales, las situaciones forzadas, los giros absurdos, sepultan los matices y las reflexiones interesantes que se podrían sacar del trasfondo de la historia.
Rachel (Emily Blunt) es una mujer que afirma que ha perdido todo y se dedica a beber y a viajar en el tren de cercanías imaginando la vida de la gente que ve a través de la ventanilla del tren. Hasta el punto que ha desarrollado una obsesión voyeurista con una pareja -Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans)- que vive cerca las vías del tren. Ella les imagina como la recreación del amor perfecto y por eso pierde la razón cuando desde el tren ve como Megan besa a otro hombre. Casualmente, Megan ha trabajado como niñera para su vecina Anna (Rebecca Ferguson) que no es otra que la actual esposa de Tom (Justin Theroux), el ex marido de Rachel.
La película dirige el foco narrativo en la visión de estas tres mujeres, alternando la narración en presente con la inclusión de flashbacks, en una estructura muy similar a la de la novela. Hay una amplia presencia de intertítulos situando el momento de la acción. También de la voz en off de Rachel explicando sus pensamientos. Dos recursos que funcionan mejor en una novela que en cine.
Personajes tópicos
La interpretación de Emily Blunt está por encima de su personaje, La chica del tren es lo mejor de la película con ese nombre. Sus movimientos pesados, su mirada perdida y su manera pastosa de hablar -que no se aprecia en la versión (pesimamente) doblada- transmiten la sensación de mujer en pleno proceso de decadencia. Su caracterización, con los labios agrietados, el maquillaje corrido y las ropas holgadas, trata sin éxito de alejarle de la imagen de glamourosa estrella de Hollywood. Deberían haber ido un paso más allá en ese aspecto.
El personaje de Haley Bennett es un estereotipo vergonzoso de una mujer fatal motivada por un terrible y secreto dolor. Dice cosas como «tiendo a sonreír cuando estoy nerviosa… a veces me río» mientras se retuerce inocente con el dedo el extremo de la falda mostrando su ropa interior frente a su psicólogo, que, naturalmente, cae rendido a sus encantos. Igualmente de tópico es el personaje de Rebecca Ferguson, un ama de casa de clase alta, convencida de que el trabajo más importante que hay es ser madre y estresada por tener que ir a comprar los mejores boniatos ecológicos al mercado para hacer el puré para su adorable hija.
Dirección impersonal
El trabajo del director Tate Taylor, responsable de Criadas y señoras y I Feel Good: La historia de James Brown, parece muy influido por Perdida, de David Fincher. Pero dónde aquel mostraba personalidad y un propósito, este muestra totalmente lo contrario. Mientras que Perdida exploraba los puntos de vista, la falta de credibilidad de los narradores y el escándalo que salpicaba a una tranquila comunidad, La chica del tren falla en su intento de crear empatías, tensión o mostrar el reverso oculto de sus protagonistas. A su favor hay que decir que Taylor mantiene un correcto pulso narrativo.
El giro final, tan precipitado como gratuito, está tan mal explicado y resulta tan forzado que provoca momentos involuntariamente cómicos y malgasta la poca tensión que había conseguido acumular en su tramo final. Un relato que podría explorar la personalidad de unas mujeres infelices en un mundo de hombres se convierte en un torpe desarrollos de engaños con personajes entre tópicos y desdibujados. Ni siquiera la presencia de la maravillosa Allison Janney o la pequeña intervención de Lisa Kudrow consiguen hacer llegar a su destino a La chica del tren.