Crónica del concierto de Nikki Hill en La Cripta
La Cripta, en el Convent Garden. No recuerdo que la cerveza fuese Abita, ni haber comido durante el día jambalaya o gumbo; pero creo que La Cripta está en Nueva Orleans. O por lo menos lo estaba el miércoles, cuando Nikki Hill y su banda llenaron el lugar de R&B, soul, blues y R&R. Si, eso tenía que ser Nueva Orleans. Ese calor pegajoso, esos sonidos, esa atmósfera… seguro.
A Nikki Hill pude verla hace un par de años cerca de casa, en Intxaurrondo. Entonces me encantó su voz, su capacidad para interpretar rock con aroma a los años 50, su complicidad con el público y la conexión con su marido el guitarrista Matt Hill. También, es cierto, eché de menos una banda más potente y me pareció que Nikki brillaba menos cuando dejaba las tierras del Rock&Roll para adentrarse en los páramos del soul. Todo lo que me gustó de Nikki Hill entonces, me gustó esta vez; pero las pegas de entonces, ahora se han convertido en virtudes.
En La Cripta, con una acústica como no le había conocido antes a ese local, en un escenario pequeño, cercano, con unas 250 personas abarrotando la pista, Nikki Hill y los suyos encontraron el lugar perfecto para desarrollar su show. Variado, ecléctico y siempre brillante. Comenzaron pisando el acelerador con una fantástica (Let Me Tell You ‘Bout) Luv y a partir de ahí, con el rostro cada vez más perlado de sudor, fueron saltando de un registro a otro y, esta vez si, sin que el listón bajase en ningún momento. Su voz podía sonar arrogante, rabiosa, seductora, juguetona… y en todos los casos potente. Versionando a Chuck Berry en la bailable Sweet Little Rock & Roller, mostrando su lado más visceral en Right on the Brink, controlando a su antojo las subidas y bajadas de la banda en Scratch Back o luciendo su lado más soul en And I wonder.
La banda ha mejorado mucho en estos dos años. Además de Matt Hill, un guitarrista efectivo pero que sobre todo posee una gran capacidad escénica y una buena colección de trucos para animar al respetable, ahora incorporan a Laura Chavez que saca chispas a su guitarra, un instrumento que a juzgar por sus marcas y arañazos tiene más millas que la Ruta 66, con aparente facilidad y sencillez. Un acierto de incorporación.
Para cerrar regaló otra versión, la magnífica Twistin’ The Night Away de Sam Cooke. Un broche final excelente para una noche que sólo planteaba un problema, ¿cómo volver desde Nueva Orleans a casa? Por suerte, o no, el embrujo vudú que nos había llevado al otro lado de charco se rompió al cruza la puerta de la cripta. Eso no era Bourbon St., era la Calle Easo.