No es que James Cameron haya sido alguna vez un guionista virtuoso. No se caracteriza por la sutileza ni por la riqueza de sus personajes. Los conflictos interiores siempre han sido sencillos, potenciados básicamente por la inminencia de las circunstancias externas. Es verdad. Como es verdad que nos tuvimos que comer una escena en la que hay una persecución a tiros en un barco que se está hundiendo. Todo eso es cierto. Bien, el caso es que a pesar de no ser un genio del alma humana, Cameron siempre ha sabido contar una historia. Siempre ha tenido guiones bien armados, con una buena distribución de los conflictos, de la información. Esto, apoyado en sus habituales contextos originales nos ha regalado películas tan potentes como Aliens o las dos primeras Terminator. Pero también chucherías como Mentiras arriesgadas, Días extraños o Titanic.
Sin embargo, esta vez su guión para su soñado y perseguido proyecto, Alita: Battle Angel, es un verdadero desastre. Desastre a nivel más básico de problemas de guión. Para empezar, cae en el problema más viejo del mundo: que todo el primer acto sea un tutorial sobre cómo ver la película. Cada escena de este primer acto (y unas cuantas de los siguientes) está colocada para escuchar un diálogo que explica de forma clara alguno de los elementos del nuevo universo. Sin disimulo. Sin apenas intriga más allá de la calculada y que se desvelará de forma rutinaria. Venga a cuento o no, los personajes explicarán (a veces por segunda vez) algún aspecto necesario para seguir la trama.
El segundo problema dura toda la película, incluso se agrava. Hay una serie de elementos yuxtapuestos que deben estar en la película por decreto. Por ejemplo, el deporte que domina Alita, para el que tenemos básicamente cuatro momentos: primero cuando lo descubre en el barrio y juega con sus amigos, descubriendo al instante que se le da bien; luego, una visita al estadio para situarnos; después, la competición de alto nivel en la que participa de golpe (tranquilos, papi le hace unos patines) por una rocambolesca curvatura en el guión, y que ni siquiera tendrá trascendencia deportiva porque se convierte en una situación de acción en la que ni se llega a acabar el partido; y por último, al final, Alita aparece como la Messi de ese deporte aclamada por todos, a pesar de que no hemos tenido ocasión de verle ganar un solo partido.
Cuando no es el deporte, es que se hace cazarrecompensas. La secuencia del bar es de sonrojo. Peor que una peli de Van Damme (de las malas). Y todo porque en un desarrollo farragoso, los personajes están donde conviene y por alguna razón poco convincente. Los villanos van apareciendo como en un videojuego, caídos del cielo para la siguiente escena. Los dilemas de los personajes vienen y van. Cameron tiene apuntado a lápiz en una libreta “en esta escena Alita demostrará su valía como guerrera ante el resto de los cazarrecompensas” y le da absolutamente lo mismo como se llegará ahí, por qué, cuándo. Supongo que eso se lo deja a sus compañeros de guión y él se va a ver qué tal va la técnica de los ojos y a opinar que esto un poco más grande, esto un poco menos. Mientras tanto, todos los elementos de su libretita incrustados a patadas en el guión para intentar formar una continuidad con sentido.
La película tiene vocación de saga. Esto hace que sea aún más explicativa y que cuando termina tengas la sensación de que no ha ocurrido realmente nada. Se nota que, como casi todas las sagas que buscan el fervor de los jóvenes, bebe de Harry Potter. Tiene el Quidditch, tiene la elegida marcada, tiene un montón de normas del universo que hay que explicar. Lo que no tiene es encanto.
Y con el encanto llegamos a Robert Rodríguez, que por mucho que Cameron sea el cerebro de todo esto, no olvidemos que Rodríguez es el director. Es un cineasta capaz de hacer que con cuatro duros una película parezca tener un presupuesto de 30 millones. Debería probar suerte en Blumhouse. Y con los 170 millones que ha tenido esta vez, la película parece, también, de un presupuesto de 30 millones. Un toque de serie B que hasta tiene su punto, con mutilaciones y cyborgs denterosos. El primer disco de Manos de Topo se titulaba Ortopedias bonitas. Bien, pues esta película bien podría titulares Ortopedias feas. Todo tiene un look chungo, con efectos especiales al borde de la trampa y con el croma demasiado presente. No hay ni un plano en toda la película que resulte estéticamente estimulante. Y me diréis que no es ese el fuerte de Rodríguez y yo os responderé con dos palabras: Sin City.
Mención aparte para la caracterización de Christoph Waltz. Con ese sombrero y ese absurdo martillo. Pretende ser un personaje con carisma y parece un secundario cómico. Cada aparición corriendo con el martillo a cuestas es ridícula. Doctor altruista por el día, asesino cazarrecompensas por la noche. Una especie de Indiana Jones. Todo bien. En general hay una preocupante incapacidad del director de conseguir personajes dignos de un póster para ellos solos. Todo es feo, como las ortopedias cutres de los cyborgs. Aunque por mal que lo haga el director, en esta ocasión está claro que la verdadera ortopedia está en el guión.