Ricardo FernándezReseña de Frankie
Ira Sach es es un director cuyas películas estaban, hasta ahora, muy ligadas a Nueva York. Historias pequeñas -una mudanza, la venta de un local- que escondían, en el subtexto, interesantes reflexiones sobre la naturaleza humana y las relaciones. Así fue en El amor es extraño y Verano en Brooklyn. En Frankie el director no sólo abandona Nueva York sino que atraviesa el océano para situar la acción en Sintra (Portugal), en donde una exitosa actriz francesa llamada Françoise (Frankie para los amigos) ha reunido a su familia, incluyendo sus dos maridos y sus respectivos hijos, para pasar unas vacaciones todos juntos. Pronto se desvelará, sin que sea demasiado sorpresa.
De hecho, la mayor sorpresa de la película es el cambio de planteamiento de Ira Sachs. Dónde antes había un director con un tono urbano y realista, ahora hay uno casi bucólico y campestre que plantea un juego artificioso para poner sobre la mesa, directamente, los temas a tratar -la muerte y el amor, la muerte del amor, las relaciones familiares- en una serie de diálogos algo teatralizados en los que vamos conociendo a los personajes y que les ha llevado allí. Una sucesión de encuentros y desencuentros en los que la lógica del tiempo, las distancias o los idiomas no tiene demasiado sentido. Está bien traído que muchos de los personajes provengan del mundo del cine, a veces se nota demasiado que estamos en una película (sin que eso sea necesariamente algo negativo). La crítica de su anterior película la títule «Ira Sachs, un Ozú americano«, esta vez me ha hecho pensar más en, salvando las distancias, Eric Rhomer.
El reparto es magnífico destacando Isabelle Huppert dando ese toque de fortaleza, debilidad y mala leche al personaje de Frankie; Brendan Gleeson desprendiendo la ternura y tristeza del actual marido de Frankie; Jérémie Rénier como el hijo malhumorado que aún tiene cuentas pendientes; Greg Kinnear atolondrado en el papel de marido del personaje de una Marisa Tomei que destaca por encima de todos con un papel lleno de calidez, humanidad y que protagoniza junto a Isabelle Huppert una de las escenas más emotivas y brillantes de la película. Dos actrices que hacen parecer fácil su trabajo, cuando no lo es en absoluto.
A este reparto le añades una exquisita fotografía y una bella banda sonora a cargo de Dickon Hinchcliffe, alternada con piezas de Schubert, Strauss o Debussy, y el resultado es, cuanto menos, agradable y por momentos notable. Incluso sobresaliente, como ese último plano del ocaso que evoca a Claude Monet y capta la esencia de la película.
