Iñaki Ortiz GascónEl tirano profesor de Whiplash se desesperaba con su alumno de percusión porque este no terminaba de dar con el tempo exacto que él pedía. “Not my fucking tempo!!” le gritaba, hecho un energúmeno. Buscaba la excelencia y tenía muy claro que entrar un poco antes o un poco después no es lo mismo. De la misma forma, no funciona igual un chiste si no entra en el momento exacto, ni antes ni después. El secreto de una buena comedia reside en el ritmo, decía el personaje de Albert Finney en Un buen año. Woody Allen nunca ha tenido problema con esto. Como en un concierto de jazz, siempre ha sabido manejar el tempo de su humor. Y cuando no lo ha hecho él personalmente como actor, ha utilizado a otros intérpretes que han sabido bien “imitarle”.
Seguramente esta vez es un problema de casting. Siempre hemos visto a Timothée Chalamet en papeles lánguidos, pensativos, relajados. Muy lejos del vivaraz neuroticismo de los personajes de Allen. Los chistes son los mismos de siempre, ni menos brillantes, ni de diferente estructura. Ni siquiera cansan por repetición. Pero en la boca de Chalamet no funcionan. Entran tarde, sin chispa. Tampoco Elle Fanning, a pesar de que su expresividad sí es más cómica, consigue atinar con el tempo. Algo más Selena Gómez, que a pesar de que seguramente es la intérprete de menos calidad de los tres, tiene muy interiorizado el ritmo de sitcom, de sus tiempos en Disney Channel.
Si el tempo no funciona, la comedia se cae. Pero la comedia no es todo en esta película, que también juega -como es habitual- a los amores pasionales, irremediables. Pero si el tempo falla para la comedia, la química falla para estas historias de amor. Quizá vuelva a fallar el casting, y Chalamet necesite una larga historia hecha a su medida como en Call Me By Your Name para contrarrestar su aire nihilista. Quizá es que al gran Vittorio Storaro no le está sentando demasiado bien al cine de Allen, con esa obsesiva insistencia en las intensas luces anaranjadas pero que no termina de captar la magia de Nueva York como sí lo hicieron otros colaboradores de Allen como Gordon Willis o Carlo Di Palma. El día de lluvia no es demasiado evocador salvo algún momento puntual. Simplemente llueve.
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La trama es recurrente en la filmografía de Allen. De hecho, la premisa de su próxima película va por los mismos derroteros. No es problema esta repetición siempre que el cineasta despliegue su estilo que pocas veces le falla. Esta vez no lo consigue y la película se queda en una historia sin alma que, al menos, es entretenida. Tiene todos los elementos para que suene bien pero parece que la orquesta estuviera distraída, desacompasada, y el director de esta orquesta empieza a mostrar signos de cansancio.
Las obsesiones de Allen están bien presentes. Un director de cine famoso atraído por una joven atractiva. El mundo del cine, con sus galanes, sus guionistas, sus infidelidades. Crisis creativa. Se plantea como un popurrí que va sucediendo en un día alocado, un viaje a Nueva York que se complica. Pero al final, con ese menú degustación de intereses, se va difuminando cualquier historia. Ni me importa los problemas de cuernos del personaje de Jude Law, ni las conquistas del personaje de Diego Luna, ni la crisis del personaje de Liev Schreiber. Son pequeños relatos que no son tan potentes como para resolverlos en pocos minutos. Necesitan desarrollo, identificación, arco. Van pasando todos y no queda nada. Cuando llega uno de los momentos supuestamente climáticos, la confesión de la madre, intensa y sórdida, ya da igual. Es como si hubiera escrito un solo para la soprano, pero entra tarde, fuera de tempo, una vez más. De entre todo el surtido de personajes este es uno más, por lo que es difícil que le prestemos mucha atención a estas alturas.
Quizá simplemente no me ha encajado a mí. Se suele decir en inglés “It’s not my cup of tea”. En este caso, “It’s not my tempo”.
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