Reseña de Las mil y una
Una chica joven y desconcertada atraida por otra chica que acaba de regresar al barrio. Un adolescente preocupado porque aún no se ha enamorado y quiere sentir esa sensación. Otro adolescente en constante excitación dispuesto a desahogarse con quien le de la oportunidad. Un barrio lleno de miradas y cuchicheos. También de amenazas, porque estamos en Las Mil, una barriada muy pobre de las afueras de Buenos Aires. Un lugar en el que cuando cae la noche aflora la libertad de ocultarse de las miradas, pero también el peligro de la oscuridad.
Las mil y una es la segunda película de la directora argentina Clarisa Navas. Para escribirla y rodarla ha recurrido a sus propias experiencias y a las de gente conocida, algo que se traduce en el cariño con el que refleja a sus protagonistas y sus vivencias. No son más que un grupo de adolescentes descubriendo sus cuerpos, aprendiendo a manejar sus deseos y percatándose de las contradicciones de la vida. Enfrentándose, también, a los peligros que conlleva en ocasiones dejarse guiar solo por el placer. Claro que, cuando vives en Las Mil dejar de disfrutar del presente pensando en el futuro es complicado, porque el futuro no pinta demasiado bien.
A pesar del entorno y del negro futuro que viene asociado a la vida en ese barrio, Clarisa Navas no se centra en el apartado trágico de la historia, se centra en las ganas de vivir, de experimentar, de aprender y en el derecho a equivocarse que tienen los jóvenes. En el barrio conoceremos a madres comprensivas dispuestas a defender la libertad y creatividad de sus hijos frente a todo y todos, padres ausentes que no son más una voz tras una puerta, madres desorientadas que no entienden la actitud de sus hijos… pero no son el centro de la historia. El centro de la historia son la gente joven del barrio.
Sobre todo Iris (una magnífica Sofía Cabrera), la más observadora de todos, enamorada de Renata, la más consciente del peligro que supone dejarse llevar. Torpe en sus acciones y muy ingénua aún, despierta una ternura que saben captar muy bien las largas tomas que le acompañan, cámara en mano, con un tono muy cercano al documental. También los silencios, silencios vestidos con gestos, miradas y abrazos. Los nervios, las dudas, la necesidad de tocar y que te toquen, el deambular por las calles sin plan hasta que la noche con su oscuridad te brinda la oportunidad de la intimidad que llevas todo el día buscando. Esos sentimientos no se diferencian demasiado de los de cualquier joven en cualquier pueblo. Pero Iris, Renata, Dario y Ale no son jóvenes cualquiera ni están en cualquier sitio. Son homosexuales y están en Las Mil. El mérito de Clarisa Navas es conseguir el balance entre las dos vertientes para demostrar que, en el fondo, la única diferencia que tenemos son las posibilidades de nuestro entorno.