Iñaki Ortiz Gascón
En El poder del perro, Jane Campion nos habla de hombres. De diferentes maneras de ser hombre. Más concretamente, de masculinidades. Tóxicas, frágiles, seguras… a veces todo y nada de eso a la vez. La ambigüedad de forjarnos una imagen que consideramos idónea para el exterior y los conflictos que eso conlleva con nuestro verdadero ser. Y dado que el factor social es clave para empujar la personalidad en algún sentido, también es algo que va cambiando con el tiempo. Por eso Campion nos sitúa en un momento de cambio, en los últimos días del western en los años 20, cuando el charlestón irrumpe en los viejos salones del pueblo. Un momento donde la vida que se había conocido hasta ese momento se va tornando mitología. Una mitología que representará para futuras generaciones una idea hombre muy macho, de tiempos de gloria cuando América sí que era grande. Bronco Henry, esa figura casi mística que representa el ideal de la vieja masculinidad, y sobre la que finalmente hay una relación de enorme ambigüedad.
Por supuesto, todo el planteamiento de época de cambio es perfectamente asimilable a hoy en día. Un momento en el que el feminismo está pegando fuerte y cambiando, entre otras cosas, las masculinidades, existe la habitual reacción a la acción y una nostalgia de unos tiempos mitificados. Detrás de muchas de estas amarguras hay una inseguridad interior sobre la propia virilidad. Tenemos recientes noticias de algún neonazi en Chueca del que se han conocido ciertos tinders. Campion aborda todos estos temas de ambigüedad, de paradoja, con una manera de rodar que puede moverse entre la sensualidad y el odio, entre la rectitud mal entendida y la pasión. La mezcla es una bomba que está a punto de explotar en cada imagen.
Campion rueda el Oeste americano con otros ojos. Quizá porque esa Montana es Nueva Zelanda en realidad. Se aleja del polvo y la esclavitud de los tonos ocres y busca un paisaje más luminoso, con algunos tonos más fríos ocultos entre los montes, consiguiendo esa ambigüedad que también podemos ver en los personajes. Atención a la fotografía de Ari Wagner, que ya reinventó la estética de época en Lady Macbeth. Y por supuesto la impecable banda sonora de Jonny Greenwood, que recuerda un poco -por su música y también por la ambientación visual- a Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson.
Una película llena de momentos intensos, como el duelo entre el piano y la mandolina, o las ambigüedades de la cuerda de cuero y la silla de montar. Sigue su propio esquema para narrar la historia. Lo hace con pasión, precisión e inteligencia. Esperemos que Campion no tarde tanto en volver a hacer otra película.
