Hace ya algunos años que Nicolas Cage venía definiendo su estilo de actuación como western kabuki. Quienes hayáis leído el estupendo libro ilustrado “Las 100 primeras películas de Nicolas Cage” de Parco Alcázar y Torïo García, ya lo sabríais. Un estilo operístico que no tiene demasiado interés en resultar natural. Al contrario. Intenso, llamativo, escandaloso, histriónico, colorido. Como el teatro kabuki. No sé si Sion Sono conocía esta categorización de Cage, pero parece haber creado Prisoners of the Ghostland expresamente para él. La película en sí podría llevar esa misma etiqueta: western kabuki.
Sion Sono no es el tipo de director que se conforme con seguir las normas de un género. Tiende más a subvertirlo, a mezclarlo, a analizarlo, a servirse de él. Cuando la productora Nikkatsu le eligió, entre otros directores, para uno de sus homenajes al roman porno, él lo llevó a su terreno con Antiporno, con una abstracción metacinematográfica que reflexionaba sobre los roles en el cine erótico (algo que desde el realismo también ha abordado recientemente Ninja Thyberg en Pleasure, pero no nos desviemos más). Sono, en esta película lleva más lejos la abstracción y para hablar de temas tan universales como la redención o la anestesia social, toma las formas de un montón de géneros y estilos al mismo tiempo. Western, samuráis, kabuki, fantástico, scifi postapocalíptica, noir… y lo impregna todo de imágenes surrealistas, cargadas de significado.
Western y cine de samuráis son dos de los géneros más predominantes en la película, sobre todo por el revuelto cultural que se plantea. Los puentes entre estos dos géneros vienen de lejos, siempre han sido hermanastros. Hace 60 años ya que sabían que las pelis de Kurosawa eran, en realidad, westerns. Por eso de Los 7 samuráis pudo crearse Los 7 magníficos. En El último samurái, el personaje de Tom Cruise puede cambiar indios por samuráis de forma sencilla. Takashi Miike hizo sus pinitos en el western japonés con Sukiyaki Western Django, que comparte con esta también algo de la artificialidad del escenario, de nuevo, kabuki. En aquella película de Miike aparecía el mismísimo Tarantino, que de mezclar (spaghetti) western y samuráis sabe un rato, como demostró con su obra cumbre, Kill Bill. Kim Ji-woon también lo hizo en Corea, con El bueno, el feo y el raro.
Está claro que Sion Sono conoce bien todos esos ejemplo que he citado, y muchos más. Y los incluye en su pisto, los homenajea de forma más directa o indirecta, construye con esos materiales. Suma fantástico y crea su propio mundo imaginario con sus propias normas. Aunque eso, mezclar western con cine de samuráis y fantástico y crear su propio mundo, ya lo hizo Lucas para crear su saga galáctica (por eso la primera entrega siempre será la que más cine respira). Prisoners of the Ghostland no está en ningún tiempo ni en ningún lugar, ni representa a ninguna cultura. Vive en la imaginería cinematográfica y es universal. Está al mismo tiempo en USA y en Japón. Con ambientación del periodo Edo que no pretende ser realista, al contrario, quiere ser un escenario kabuki. Pasado por el filtro posmoderno que impregna toda la película, incluyendo tubos de neón de puro atrezo y carteles luminosos actuales. Con sus coros explicando la historia, como en una tragedia griega, o como en el kabuki. Es una película que hay que entender casi como un musical.
Es también un Mad Max perdido en algún lugar de la psique colectiva. Porque esa tierra de los fantasmas da la sensación ser un abstracción mental. Otra dimensión que convive en espacio con la realidad, como en Mandy. Un lugar emocional en el que se encuentran aquellas personas que no son capaces de superar el momento en que viven. Por eso, cual tragedia griega (o kabuki), hay unos personajes dedicados únicamente a que el tiempo no transcurra, tirando de una enorme soga atada a un gran reloj. Otros personajes se dedican a ocultar mujeres dentro maniquíes. Imágenes de puro surrealismo injustificado que suman la misma idea a ese mundo: la sumisión y resignación de quien no es capaz de revelarse.
Por supuesto que también hay mucho de Carpenter. La referencia a Escape From New York es inevitable. Y el grupo de fantasmas que aguardan como barrera salvaje podría muy bien ser la de su maravillosa Fantasmas de Marte. Pero aunque Sono utilice a Carpenter como otra sabrosa esencia cinematográfica para su guiso, su pretensión es bien distinta. Hay acción pero no es una película de acción. El mayor enfrentamiento esperado, con los fantasmas, se resuelve hablando. Porque esta lucha no se produce en el mundo físico sino en el interior de los prisioneros. Puede resultar algo decepcionante para quien, por la premisa, espere otro tipo de película, que luego derive en esta dirección. Puede resultar insatisfactorio que todos esos sabores de género que incluye Sono, solo estén ahí para crear un universo y no terminen de explotar. Lo que no quita para que haya unas cuantas buenas escenas de acción, pero son minoritarias. Quizá el mejor y el peor valor de esta película es que no sea lo que esperas de ellas.
Nicolas Cage
Y en la cima de toda esta ensalada de referencias y universos, su dios Nicolas Cage. Un dios en el sentido cristiano, pues tendrá que recibir el tormento para la redención de todos nuestros pecados. Desde su ridículo traje con dolorosas consecuencias. Cage llega con su idea de intepretación western kabuki y Sono está realizando una película bajo la misma concepción. Dos fuerzas de la naturaleza chocan y se retroalimentan. Dos artistas a los que no les importan las malas críticas, solo quieren hacer algo nuevo y que el espectador siga mirando, atónito. No sé si cuando Cage grita que es radioactivo, eso estaba en el guión o ha sido una improvisación suya. Pero si ha sido lo segundo, estoy convencido de que Sono aplaude al cortar el plano. Se han entendido, están en la misma línea.
El personaje es pura rebeldía sin causa. Deja el coche y roba una pequeña bici que le da un aspecto ridículo. ¿Por qué? Porque a él no lo doma nadie y porque Sono quiere grabar a Nicolas Cage enfundado en un estrambótico traje explosivo andando en una bici infantil. Ni más ni menos. Y esto no quiere decir que se tomen menos en serio la película sino que aprovechan la parodia como una energía cinematográfica más que empuja hacia delante. Y porque todos, sí todos, incluso los que han salido de la sala echando pestes, queríamos ver a Nicolas Cage gritar “TESTÍCULO” a una multitud que le llama héroe. Porque esa multitud somos nosotros.