Reseña de Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson
Podría decirse que Licorice Pizza, la última película de Paul Thomas Anderson, es una historia de amor entre dos jóvenes que no parecen estar nunca enamorados al mismo tiempo. Podría decirse, pero sería quedarse corto. Muy corto. Porque hablamos de Paul Thomas Anderson, uno de los cineastas más talentosos su generación (de cualquier generación en realidad) especialista en representar relaciones de atracción que son difíciles de clasificar. Así que, sí, Licorice Pizza tiene algo de comedia romántica, de tensión sexual no resuelta que hace avanzar la historia y barniza lo que vemos para darle un tono luminoso, cálido y una apariencia ligera; pero, aunque se puede disfrutar simplemente así, hay más.
En realidad la historia entre Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim), los dos protagonistas, es el nexo de unión de una serie de episodios que conforman una representación algo onírica y en cierto modo nostálgica de la década de 1970, en concreto de 1974 en el Valle de San Fernando en Los Angeles, California. Si Tarantino representó en Erase una vez… en Hollywood a Los Angeles previos a que todo cambiara con el atroz crimen de Charles Manson, Paul Thomas Anderson sitúa la acción justo después y dirige su mirada al valle, donde vive la gente normal, no a las colinas donde viven las estrellas. Mientras Tarantino dirige su nostalgia hacia algo que se fue, la de Thomas Anderson parece más enfocada hacia algo que no llegó a pasar, a la oportunidad perdida. Los 70, con todas sus posibilidades y sus fracasos.
No solo el mundo está a punto de cambiar, otra vez, en 1974. También Gary y Alana se encuentran en ese momento de su vida en el que en la toma de decisiones empieza a pesar más la responsabilidad que los sueños. Gary tiene 15 años, aunque se comporta como si fueran más y tuviera prisa por hacerse adulto. Alana dice tener 25 y aunque parece demasiado mayor para ser amiga de Gary tampoco tiene muchas más opciones. Los dos se atraen, se estimulan, se enfrentan y se apoyan. Juntos aceleran hasta alcanzar la velocidad necesaria para despegar y librarse de la gravedad de la rutina. No es de extrañar que Thomas Anderson nos los muestre, una y otra vez, acudiendo al encuentro corriendo, ajenos al mundo.
Paul Thomas Anderson les filma con ese estilo tan suyo que ha ido depurando con los años y que transita entre la ensoñación y el realismo. La luz es cálida, pero alejada de la California soleada que suele aparecer en el cine y remarcando la presencia de sombras y zonas oscuras. La textura, granulada, vale tanto para reflejar la belleza nostálgica de la época como para resaltar las imperfecciones de los rostros y el acné adolescente de Gary. La cámara, más que moverse, baila al ritmo de la música en una conjunción perfecta de narración y atmósfera desde la primera y mágica escena en la que Paul Thomas Anderson pone sobre la mesa todas las cartas de la película. En esta ocasión el director vuelve a colaborar con Jonny Greenwood, aunque este solo aporta una composición y la banda sonora de la película se apoya en una extraordinaria selección de temas de la época, representativa pero no evidente.
Parte de la magia de la película nace de las interpretaciones de Cooper Hoffman y Alana Haim. Resulta increíble que los dos sean debutantes y realicen dos interpretaciones de semejante nivel, repletas de dulzura, determinación y fragilidad. Él, hijo de Philip Seymour Hoffman, sobresaliente en su composición de esa (casi) estrella infantil, embaucadora, segura de sí misma y siempre en el filo que separa al emprendedor del estafador. Esa figura tan americana y que alcanzaría la gloria en los años 80 que estaban a punto de llegar. Ella, miembro del grupo Haim junto a sus hermanas (que también interpretan a sus hermanas en la película), erigiéndose en la auténtica protagonista desde su posición de mujer que no acaba de encontrar su sitio en el mundo, cansada de la mano que tiene que jugar pero sin más cartas sobre la mesa, aburrida y rabiosa por ser el personaje secundario de todos los hombres que se cruza en su camino. Los diálogos que mantienen la pareja, con sus réplicas y contrarréplicas, son punzantes, brillantes y ácidos. La química entre los dos saca chispas y el magnetismo que desprenden los hace resultar terriblemente atractivos a pesar de que ninguno de los dos cumple con los cánones de belleza de Hollywood. Una decisión que contribuye a anclar la fantasiosa historia a la realidad.
Y mientras Gary y Alana se acercan y se alejan, el mundo sigue girando. Por la pantalla, en un tono que oscila entre el humor y la ternura van apareciendo diferentes personajes y situaciones que sitúan a la película en su contexto histórico. Desde el presidente Nixon (cuya imagen ya se ha convertido en un meme de la mentira política), al productor Jon Peters (un deliciosamente delirante Bradley Cooper) pasando por la crisis del petróleo, un actor del Hollywood clásico en decadencia, un jefe sobón o un hostelero que habla un inglés con un extraño acento oriental con sus intercambiables mujeres japonesas. El abanico de personajes y situaciones es tan amplio y variado que no tiene sentido enumerarlo, baste decir que Thomas Anderson hará desfilar el machismo, la homofobia, la cultura del éxito basada en la apariencia, la hipocresía de ciertos políticos, los problemas económicos, los abusos policiales, el conservadurismo religioso o la guerra de Vietnam como telón de fondo sobre el que proyectar la historia de Alana y Gary. Aunque el drama nunca se erija en protagonista, aunque la tragedia solo se represente en pequeñas frustraciones, todo eso está en la película de la misma manera que está en el mundo real. Por eso he comenzado el texto diciendo que Licorice Pizza es mucho más que una historia de amor entre dos jóvenes. Es una película llena de vida, humor y luz. Aunque a la luz, ya se sabe, siempre le acompañan algunas sombras.