Reseña de Crimes of the Future de David Cronenberg
Vuelve Cronenberg. Vuelve ocho años después de su última película, Maps to the Stars y vuelve a su cine más visceral y oscuro, tras el giro que dio a principios de siglo con una Historia de violencia y Promesas del este. Vuelve el director de la nueva carne y del transhumanismo. Vuelve, pero no vuelve igual, claro. Han pasado treinta y nueve años desde Videodromo, treinta y seris menos desde la mosca o veintiséis desde Crash, por ejemplo. Este Cronenberg no es el mismo que entonces, pero mantiene gran parte de su esencia.
Antes del Festival de Cannes él mismo dijo que esperaba gente saliéndose de la sala a los quince minutos de la presentación. Tras el impacto de Titane el año pasado (muy influenciada por Cronenberg, por cierto) el listón estaba muy alto y no, no es para tanto. Ni su cine es tan visceral y salvaje como antaño, ni el público es tan impresionable como antes. De hecho, se podría decir que este Cronenberg es bastante más discursivo y menos visceral que el del S.XX; pero tampoco es que Crímes of the Futur sea una película para todos los públicos, no. Hay incisiones con sangre, extirpaciones de órganos, camas que parecen diseñadas por Giger, actos sexuales inclasificables (“la cirugía es el nuevo sexo”)… vamos, lo que uno espera de una mente como la Cronenberg quien, incluso, tiene tiempo para el humor. Dentro de ese entorno se puede apreciar una cierta ternura de Cronenberg hacia sus personajes, porque debajo de todo subyace una historia de amor.
Crimes of the Future transcurre en un futuro distópico que no parece demasiado lejano en el que el dolor ha sido prácticamente eliminado. Eso ha provocado que la gente experimente con sus cuerpos, realicen prácticas sexuales salvajes y practiquen performances que impliquen cirugía en directo. Por otro lado cada vez más humanos han desarrollado un síndrome que hace que creen órganos nuevos, aunque muchas veces no tengan una utilidad clara. Uno de los mejores artistas performativos es Saul Tenser (Viggo Mortensen) que junto con su partenaire Caprice (Lea Seydoux) ha adquirido muchísima fama por sus espectáculos que consisten en extirpar y tatuar los órganos nuevos que crea Saul en directo. Frente a los nuevos órganos hay diferentes posturas, quienes creen que hay que extirparlos porque hay que mantener el orden frente al caos, quienes creen que es el siguiente paso de la evolutivo para dejar atrás la humanidad y quienes creen que hay que catalogarlo y controlarlo. Irán apareciendo diferentes personajes, con diferentes posturas que conformarán una especie de trama noir con traiciones, investigaciones, seducciones, triángulos amorosos y asesinatos.
Es a través de esos personajes como Cronenberg va estructurando sus discursos. Hay tiempo para hablar del arte y la creación, del desastre medioambiental (presente también en la ambientación de la película), del miedo hacia lo desconocido, del control gubernamental hacia el cuerpo humano, de la interacción entre humanos y máquinas o, incluso, del amor. También es cierto que trata de abordar demasiados temas y quizá le falta algo de concrección. Cronenberg dirige con precisión quirúrgica (no he podido resistirme a decir esto en esta película precisamente) apoyándose en un gran trabajo de fotografía de Douglas Koch, la gran partitura de Howard Shore y el notable trabajo de su reparto para crear una atmósfera decadente y lúgubre, saliendo vencedor cada vez que una escena se debate entre lo sublime o lo ridículo. Viggo Mortensen, con sus pesados movimientos y su evidente malestar corporal contrasta, y a la vez rebosa química, con el entusiasmo y sexualidad de Lea Seydoux. Quizá la única que desentone entre un reparto contenido a pesar de los excesos sea una excesivamente cargada de mohínes Kristen Stewart.
El mundo sin dolor físico que nos plantea Cronenberg no parece agradable. Da pie a aberraciones y deshumanizaciones. Como si la pérdida de las señales de advertencia, eso es el dolor al fin y al cabo, hubiera hecho perder el sentido común a la sociedad, la hubiera deshumanizado. Quizá Cronenberg trate de avisarnos de que esta sociedad está dejando de oir las señales de advertencia que nos causaban el dolor emocional, la vergüenza y la repugnancia moral. He empezado diciendo que el público de hoy ya no es (no somos) como el de las primeras películas de Cronenberg. Ojalá eso fuera lo único que ha dejado de resolvernos por las tripas.