Con La Grazia, Paolo Sorrentino regresa al Festival de Venecia para inaugurar esta edición con su mejor película desde La gran belleza. Una obra que, sin abandonar su inconfundible estilo visual y narrativo, se sitúa en un terreno más contenido y reflexivo que en anteriores ocasiones. El filme sigue los últimos días en el cargo de Mariano De Santis, presidente de la República Italiana, enfrentado a decisiones que combinan la política, la ética y lo íntimo: una ley sobre la eutanasia, dos peticiones de indulto por crímenes pasionales y la sombra persistente de una viudedad reciente que lo obliga a revisar no solo su soledad, sino la fidelidad emocional de toda una vida compartida.
Aunque el arranque —con aviones militares dibujando la bandera italiana mientras se citan artículos de la Constitución sobre las funciones del presidente de la República— pueda sugerir una fábula institucional, La Grazia no es una película sobre política, sino sobre la condición humana. Sorrentino se aleja aquí del debate ideológico. No interesa si De Santis es conservador o progresista; lo que importa es qué queda de un hombre cuando debe soltar el poder, qué legado deja, cómo enfrenta el vacío.

Ambientada en gran parte en los fastuosos salones del Palazzo del Quirinale, Sorrentino construye una especie de corte íntima: una mezcla de colaboradores cercanos, amigos de la adolescencia y familiares. Esta decisión dramatúrgica permite no solo humanizar al presidente, sino también alejarse de la habitual representación de la política como un teatro de máscaras y traiciones. Aquí hay calidez, complicidad, relaciones con historia.
La Grazia también supone el octavo reencuentro del director con Toni Servillo, que da vida a De Santis con una interpretación majestuosa y contenida, alejada de excesos. Servillo dota al personaje de la entereza y la autoridad propias de un jefe de Estado, pero también de su inseguridad, sus dudas y su vulnerabilidad. Le acompaña una notable Anna Ferzetti como Dorotea, la hija jurista que equilibra el respeto y el rigor institucional con la ternura filial, y una divertida Milvia Marigliano, arrolladora en cada una de sus apariciones.

Aunque siguen presentes las marcas de la casa —su potencia visual cuidada al detalle, el surrealismo, el humor sutil, el gusto por lo insólito, la música como contrapunto narrativo—, Sorrentino controla aquí la grandilocuencia y la ornamentación. La belleza está, pero no arrolla. Hay más pausa que deslumbramiento, más introspección que fuegos artificiales. Incluso la banda sonora, dominada por la electrónica y el rap italiano, se pone al servicio del relato con más medida que protagonismo. Solamente algunos diálogos demasiado explicativos y poco esperables en un director con la capacidad visual de Sorrentino no están a la altura del conjunto.
Sorrentino, a pesar de ser para muchos el director italiano más renombrado de los últimos tiempos, ha presentado la mayoría de sus filmes en Cannes, con solo dos excepciones notables a concurso en Venecia: Fue la mano de Dios (2021), por la que se llevó el León de Plata – Gran Premio del Jurado y el premio Marcello Mastroianni al mejor joven intérprete para Filippo Scotti, y ahora La Grazia, que confirma una madurez creativa menos barroca, pero igual de profunda. Si La gran belleza era la crónica de una decadencia luminosa, La Grazia es la de una despedida silenciosa. En ambos casos, el vértigo es el mismo: el de mirarse en el espejo del tiempo.
