Hace aproximadamente un año, al salir de un Bang Bang, un amigo me contó que iba a ser padre y, lleno de entusiasmo, me informó de que el bebé sería un niño y de que gracias a ello iba a poder cumplir la ilusión de llamarle Inhar como (o casi como) el personaje de Kirk Douglas en Los Vikingos. Al escucharle, además de compartir su alegría, sentí cómo sus palabras se colaban en mi inconsciente y me torcían la sonrisa al azotarme en uno de mis complejos más arraigado: el de no creer ser más que un pretendido cinéfilo que ha sabido engañar muy bien a los demás respecto a quién es de verdad o, peor aún, el de ser un directivo de cineclub que por el hecho de serlo se tendría que haber zampado todo el celuloide del mundo pero que, en realidad, esconde una larga lista de películas que aún no ha disfrutado. Porque aunque parezca mentira no he visto Los Vikingos ni otros títulos imprescindibles, y el no haberlo hecho, y esto sí que os va a parecer mentira, me avergüenza tanto como para no ser capaz de confesar esta carencia en público.
Esa misma noche, sin saber muy bien por qué, me lancé a mí mismo el reto de quitarme esta tontería de encima y, espoleado por las cervezas, confesé a quienes me acompañaban que, entre otros films, tenía pendiente de ver Doctor Zhivago y que hasta hacía muy poco tiempo no le había hincado el diente a Nosferatu o a Novecento. Quizás, no lo sé, pensé que al admitir el pecado se me aliviaría la carga, pero la verdad es que aquello no acabó de solucionar las cosas: hoy sigue siendo el día en el que me cuesta vencer al silencio culpable en el que me instalo cuando sale a colación alguna de estas pelis que me ruboriza no haber visto. Así, sin más. Qué gilipollez, ¿verdad? Pues sí, lo tengo que reconocer, pero es lo que sucede cuando se combinan la autoexigencia, el perfeccionismo, la baja autoestima y el miedo al juicio ajeno, que no te atreves a dañar la imagen que crees que proyectas en los demás y por ello no eres capaz de mostrar tus debilidades o, como puede ser en este caso, lo que uno mismo considera una debilidad pero que en los ojos ajenos probablemente no sea tal. Así pues, y como ejercicio terapéutico, me he decidido a lanzar al viento la deshonrosa lista de omisiones que presento en mi expediente cinéfilo para que así deje de pesarme en mi interior. Y juzgadme si queréis, o echaos unas risas si os hace gracia toda esta verborrea narcisista a la que os estoy sometiendo, o haced lo que os dé la gana, que yo intentaré que no me afecte.
A bote pronto, sin pensarlo demasiado, me salen estos títulos: La Dolce Vita, Los Siete Samuráis (imperdonable, lo sé…), El Hombre Elefante y Terciopelo Azul (Pobre Lynch… ¡Qué habrá hecho para merecer mi ignorancia!), La Semilla del Diablo, Alphaville (y Pierrot el Loco, y El Desprecio…¡Ay, Godard!), El Guateque, León -El Profesional-, la ya mencionada Los Vikingos (menos mal que hace poco eliminé de la lista Doctor Zhivago…), creo que también El Graduado (que puede que la viese en mi adolescencia, pero no estoy seguro), Anatomía de un Asesinato, The Game (¡Madre mía qué pudor, que esta la ha visto todo el mundo!), Cuando Harry Encontró a Sally, La Misión, El Nacimiento de una Nación y otras películas de Griffith, muchas de Dreyer, y de Rohmer, y de Kieslowski, y de Ozu, y casi toda la obra de Bresson y de otros directores fundamentales como Antonioni, Tarkovski, Eisenstein o Mizoguchi, autores de quienes como mucho he visto un par de largos. Como dirían mis paisanos malagueños, casi ná.
Bueno, pues ya está. La verdad es que me siento un poco más liberado, aunque tampoco sé si esto va a servir para mucho. Os lo contaré (o no) cuando hablando con vosotros aparezca alguno de estos títulos y me atreva (o no) a soltaros que todavía la tengo por ver.
Cuando el abuelo de Robert Louis Stevenson le cazó leyendo de niño Las Mil y Una Noches, en lugar de regañarle tal y como pensaba su nieto que haría, le dijo sonriendo que llevaba días observándole sintiendo una profunda envidia porque él, que lo había leído hacía muchísimos años, nunca iba a poder volver a experimentar la misma fascinación con la que el pequeño Robert se estaba sumergiendo por primera vez en aquel libro tan maravilloso. Y sí que es cierto que lo nuevo, lo nunca visto ni oído, produce una sensación mágica que es casi imposible de igualar en los encuentros que en el futuro mantienes con cualquier obra artística y por ello, pensándolo mejor, quizás no esté tan mal tener una lista con tantos títulos pendientes de descubrir. Así que para curar esta pequeña herida del inconsciente, además de escribir este texto, voy a ir tachando todas estas películas de mi debe cinéfilo con calma, no más de 2 o 3 veces al año, para dosificar así el placer insustituible de la primera vez y no quemarlo para siempre. Puede que no sea más que una estrategia para justificarme a mí mismo mis lagunas… Podría ser, pero si me sirve, bienvenida sea.
Inicio la tarea esta misma semana con Los Vikingos. En pantalla grande además, pues tengo la inmensa suerte de que la SADE la ha programado en los Clásicos del Príncipe. No está mal para empezar, ¿verdad? Puede que lo haga acompañado el padre de Inhar y por algunos de vosotros, espero que sí. ¡Allí nos vemos!