Que Guy Ritchie tiene un estilo absolutamente identificable ya lo sabíamos. Que tiene un género favorito también había quedado claro, con tantas vueltas por los bajos fondos de Londres, entre gente de mal vivir, mafiosos y ladrones y prostitutas. Que su Arturo iba a ser cool, también lo sabíamos. Que no iba a ser un purista lo sabe cualquiera que haya visto su versión de Sherlock Holmes -ahora más o menos asumida, en su momento bastante criticada. Pero Ritchie ha ido mucho más allá de lo que cabía esperar.
Deconstrucción, demolición
Su Arturo es un raterillo de los muelles de Londres -Londinium, perdón, rigor histórico ante todo- que crece para convertirse en líder de la banda y controlar todo el cotarro de trapicheo de la zona. Pero no solo es cuestión de la premisa del personaje y su ubicación. La película juega con todos los clichés del género. Hay golpes planeados como un buen atraco. Chavales que hacen grafitis -sí la memoria no me falla creo que emplean ese mismo término. El buen rollo de conveniencia entre el jefe de la patrulla local y nuestro pequeño líder criminal. Divertidos guiños constantes con anacronismos en las expresiones y en las situaciones. Y unos modelitos que hacen que nuestro protagonista sea un adelantado en su ciudad. Varios siglos. Un oriental con su propia escuela de kung fu, que ni siquiera tiene una utilidad para que el personaje pelee de cierta manera. No, está ahí porque mola. Y porque a Ritchie le apetece hacer su leyenda multiracial. Todo este juego en un blockbuster es asombroso en una época en la que hay verdadero pánico a la desaprobación del público y a que se lleven el disgusto de no ver exactamente lo que esperaban. Ritchie hace una obra completamente libre, con una mezcla de géneros disparatada, y una complicidad necesaria con el espectador. Por cierto, no está funcionando muy bien en taquilla.
Con John Boorman ya se había dicho todo lo que había que decir sobre las leyendas artúricas. Lo que hace Ritchie es otra cosa. Deconstruye el género sin perder los elementos característicos: la dama del lago, Uther, Excálibur, la mesa redonda, la magia. Deconstruye para fusionarlo con el género que quiere contar. O quizá, lo que hace es demolerlo, pues a nivel narrativo, elementos de la trama aparte, el género es puro neonoir. Permitidme este punto de vista: se puede entender la película como una historia de mafiosos en la que todo lo relacionado con las leyendas artúricas es una metáfora. El rey usurpador como metáfora del líder del crimen organizado; sus patrullas como metáfora de la policía corrupta. Los que serán los caballeros de la mesa redonda, como metáfora de la amistad entre ladronzuelos. La profecía del elegido como el pueblo que busca un líder para enfrentarse al poder -aquí hay que hacer notar que Ritchie no se conforma con la designación por herencia sino que se ampara en un apoyo del pueblo. La maga podría ser la típica hacker del equipo. El arquero como metáfora del francotirador. Y así todo. Es decir, le damos la vuelta, no es una historia de Arturo con toques neonoir, es puro cine de crimen en Londres con metáforas artúricas.
Sin parpadear
Uno de los rasgos más significativos de Ritchie es su gusto por el frenesí. Tanto en el montaje como en el movimiento de los planos. Aquí, por supuesto, también está. En el montaje usar en varias ocasiones un montaje típico en él, mezclando una escena de preparación para una acción con la acción en sí. La velocidad en el movimiento de los planos y la acción acelerada la vemos desde esa introducción épica de los hechos pasados. Una especie de Peter Jackson a triple velocidad. En un momento vemos monstruos gigantes destruyendo maravillosas arquitecturas; enfrentamientos entre caballeros y magos; luchas legendarias. Es como si, antes de llevárselo a su terreno, Ritchie nos ofreciera todo lo que podemos esperar una historia de batallas. La acción es frenética pero precisa. Eso sí, no puedes parpadear.
Después de esta escena introductoria, nos muestra el crecimiento del personaje, con sus problemas, con sus iniciaciones, con la forja de su personalidad. Pero en lo que otro emplearía veinte minutos, Ritchie lo soluciona en menos de tres minutos, dándonos los elementos clave que nosotros, como espectadores experimentados, deberemos rellenar. Muy al estilo de la secuencia del paso del tiempo en Looper, pero mucho más frenética. Ni lo cuenta en detalle, ni hace una elipsis, construye una secuencia con microelipsis. Además, es una pequeña virguería ritmosa, de esas que nos regala el director, con gran ayuda del temazo que le prepara su nuevo compositor de cabecera, Daniel Pemberton.
Daniel Pemberton, el nuevo compositor de los jugones
Este compositor, que hasta hace no demasiado se dedicaba a trabajos alimenticios, lleva unas cuantas obras bastante interesante. Lo comentaba a raíz de su trabajo para Steve Jobs el año pasado: ha empezado a trabajar con directores muy particulares en lo musical. Se puede decir que le descubrió Ridley Scott, entendiéndose “descubrir” como llevarlo a otro nivel. Cabe señalar que Scott (y su hermano) fueron también claves para la carrera de Hans Zimmer -seguramente el compositor más influyente del momento, también visible en Pemberton. Pero volvamos. Trabajó con Scott y con Danny Boyle, que son dos directores con una presencia muy significativa de la música, especialmente Boyle. Con Scott se marcó una banda sonora con tintes de rock mexicano; con Boyle trabajó con sintetizadores ochenteros. Y este es el segundo trabajo con Ritchie, un director que inunda de música sus películas. El disco de esta banda sonora dura hora y media, nada menos.
Pemberton es un director muy versátil, que no duda en robar a otros. Comentaba la influencia de Zimmer y es que son muy reconocibles los recursos que utilizó este para la banda sonora de Sherlock Holmes -de Ritchie. Algunos momentos de épica también recuerdan un poco a Zimmer, con los trucos que viene desarrollando desde El caballero oscuro. Pemberton se adapta también al ritmo explosivo que os he comentado antes de la escena del crecimiento, que después volverá a usar. Un estilo de cine-rock ideal para Ritchie. También hay momentos más finos que tienen que sintetizar emociones complejas: es una escena folclórica, épica, alucinógena, triste.
Refresco visual
He dedicado dos párrafos enteros a la banda sonora porque me interesa el fenómeno naciente de Pemberton pero también porque es algo crucial para el cine de Ritchie. Su cine es puro ritmo, estilo. Y al ritmo de la música nos regala también momentos visuales verdaderamente refrescantes, que nos alejan del espectáculo enlatado de la mayoría de los blockbusters actuales, especialmente los de Marvel. Ni un plano de situación convencional, no nos muestra con claridad las fortalezas en un plano de postal, nos sumerge entre sus arcos o sobre sus muros, como un pájaro adentrándonos en su arquitectura. Batallas y peleas en las que, como decía antes, si parpadeas te pierdes algo, pero en las que no escurre el bulto de rodar cada detalle.
Usa el ordenador de una manera desacomplejada, dentro de este artefacto de diversión en la que nada tiene que ser real. El vestuario imposible es otra licencia de estilo con la que el director se divierte. Aquí lo importante es que el protagonista sea, no solo el que es capaz de sacar la espada de la piedra, sino también el tío más cool de Inglaterra. Los malos necesitan un armadura realmente temible, cargada de metal. Eso vale también para el excelente villano, encarnado con mucha presencia por un Jude Law sobradísimo. Cuando se calza la armadura, guantes metálicos incluidos, para salir a hacer arrodillarse a su pueblo levantando su brazo, es un derroche de tiranía. La forma descuidada en la que se sienta en el trono: no olvidemos que es un líder del crimen organizado británico, con ínfulas de rey. Un mafioso sediento de poder. El mafioso que mató a Uther Pendragón. Su condición de rey es pura metáfora.