Que sí, que es ingenua. Es buenrollista hasta la médula. Que sí, que le da al público todo lo que quiere para que se vaya contento a casa. Usa trucos de guión. Sí, que sí, que sabes desde el principio exactamente quién y cómo lanzará el último tiro del último partido con un resultado empatado. Lo que aprenderá el protagonista, lo que progresarán los jugadores. Quién recuperará la fe. Lo sabes todo. Que sí, que como entres al cine con el gesto torcido del crítico de Ratatouille estás perdido. Que es tierna como un bollo recién hecho, que roza lo cursi, que puede empalagar, que la música está pasada de vueltas de emotividad. Que sí, hombre, que todo eso ya lo sé. ¿Y qué?
La hemos visto con una sonrisa de oreja a oreja y más de una carcajada. Ha habido un aplauso al final y el público estaba verdaderamente contagiado de ese buen rollo. Y luego van a su casa y se la recomiendan a sus familiares con un emoji sonriente. Y no te la pierdas, mañana en la oficina. Porque la película, que se asoma varias veces al abismo empachoso de Antonio Mercero, finalmente funciona. Y funciona porque detrás de toda la parafernalia exageradamente optimista tiene un poso de verdad. Y también porque ahora mismo es lo que el espectador necesita.
Tiene un poso de verdad porque Javier Fesser se ha empeñado en que su equipo de personas con discapacidad intelectual no sean actores profesionales, sino gente de verdad. Es decir, que tengan que interpretar como los demás, las peripecias de sus personajes pero no finjan esa discapacidad. Esto, para empezar, hace que el rodaje de la película se parezca un poco a la experiencia del protagonista, conviviendo y comprendiendo. Pero tampoco vamos a denigrar el honorable trabajo del actor profesional, porque ahí está Javier Gutiérrez demostrando otra vez que es uno de los actores más interesantes del momento -como vimos hace poco en El autor. Que lo mismo te saca la vis cómica que la mala hostia. Es un personaje con fuerza al mismo tiempo que tierno, enérgico y también patético, talentoso y cobarde.
Fesser no ha perdido su toque. Esto no es El milagro de P. Tinto ni Mortadelo y Filemón, pero tiene algo de su fisicidad, de su acción caricaturesca. Algo de su delirio. El personaje del otero no habría desentonado en ninguna de las otras dos. Ni la carismática Collantes, anunciada como personaje emblemático a media película. Las apariciones bruscas a primer plano, los golpes que se pueden sentir como una viñeta de TBO. Dentro de un tono más realista, Fesser sigue manteniendo su sello. La introducción es potente, desde ese partido violento -sobre todo en el banquillo- y creíble que termina con ese manotazo para pegar un chicle al ritmo de la música. Tiene flow. Sin embargo, se nota que esta vez ha trabajado más con los actores que con los técnicos, es una película más humana para bien y para mal. También es más imperfecta.
En estos tiempos de grises películas de superhéroes que hacen dinero pero generan indiferencia, es muy necesario una película como esta, que haga al público reír, sentirse bien, aplaudir, llorar. Porque la gente lo necesita en este momento, pero también porque las salas lo necesitan. Hace falta recordar la experiencia del cine. Que la pantalla grande no es solo terreno para grandes despliegues de efectos especiales -que también. Si los espectadores ríen juntos, si salen del cine más contentos de lo que entraron -o más tristes si es menester-, si han pasado un buen rato, si las recomiendan con fervor a sus amigos, veréis cómo las salas de cine siguen ahí muchos años más.