- Sobremesa familiar con los Veloso
- Brad Mehldau trio, el mejor concierto del Heineken Jazzaldia
- Gregory Porter, pisando a fondo
Ya ha terminado la 53 edición del Heineken Jazzaldia, ese pequeño gran lujo que cada julio anima la ciudad de San Sebastián. Si atendemos a las valoraciones oficiales, este año no ha sido tan bueno como el anterior, del que Miguel Martín, director del certamen dijo que había sido «inolvidable por la calidad artística» y la edición «más brillante de su historia», mientras que este año «sólo» ha destacado la «calidad musical superlativa», lo que no sabemos si lo deja por encima de la edición de 2016, cuando se alcanzó «la excelencia musical» según sus propias palabras. Bromas y autobombos aparte, este año se han podido ver conciertos magníficos. La programación del Kursaal ha sido impecable y en la Trinidad, ha habido luces y sombras. De resto de escenarios poco puede hablar este cronista que apenas los visitó.
Sobremesa familiar con los Veloso
Ofertorio, la serie de conciertos que están dando Caetano Veloso acompañado de sus hijos, tiene aroma de algo improvisado. Aunque lo cierto es que no lo es, en absoluto. Si leemos las crónicas de los conciertos que dieron en Valencia o Madrid podemos constatar que las canciones se repiten, así como las explicaciones, bromas o momentos de baile. No importa, porque durante la hora y media de concierto la familia Veloso crea la ilusión de que lo que está ocurriendo sobre el escenario es algo íntimo y natural. Una especie de agradable sobremesa en que las canciones y los recuerdos fluyen bajo el buen ambiente que crea la buena compañía.
Caetano aparece en el escenario acompañado de sus hijos Moreno (45 años), Zeca (26 años) y Tom (21 años) que no se limitan a ser meros comparsas de su padre. En muchos momentos el protagonismo musical es totalmente suyo, en otros se convierten en protagonistas de las palabras de su padre cuando explica que alguno de ellos seleccionó esta o tras canción para el repertorio o, sobre todo, cuando orgulloso revela quién compuso la música o la letra de algunos temas. Moreno es un gran músico y un gran intérprete, con una importante carrera musical a sus espaldas tanto en solitario como acompañando a su padre. Los dos hijos menores se defienden con solvencia, aunque a Zeca le falta un poco de rodaje y soltura en el escenario. El cabeza de familia, eso sí, sigue estando por encima de todos sus hijos a la hora de cantar. Y no es demérito de las aterciopeladas y seductoras voces de Moreno y Tom (el falsete de Zeca me gusta menos), es que Caetano canta con un sentimiento difícilmente alcanzable por los demás.
Siguiendo un orden casi calcado al del disco los Veloso fueron desgranando las canciones de su disco Ofertorio. Los hermanos Tom y Zeca intercambiaban instrumentos y asiento en el escenario, Moreno alternaba la guitarra con percusión hecha a partir de un plato de loza y un cuchillo o dos papeles de lija, mientras la sonrisa de un orgulloso Caetano iluminaba el escenario que se teñía de sentimiento. A veces melancólico, a veces juguetón, otras cálido y casi siempre frágil y dulce.
Se ganaron al público cuando, en diferentes canciones, primero Tom y luego Moreno salieron a bailar confirmando la creencia que tenemos alguno de que los brasileños tienen una vértebra más que les permite bailar de una manera realmente especial. Zeca lo hizo más adelante, casi obligado por su padre, pero tímido como parece que es paró enseguida. Incluso Caetano, a sus 75 años, mostró sus habilidades moviendo la cadera.
Y así, entre anécdotas y canciones, fue pasando una tarde que se cerró con el clásico Noche de ronda, de Agustín Lara, y la chispeante samba A la luz de Tieta. Un perfecto broche que resume gran parte de la esencia de la carrera de este genio: su amor por los ritmos y la tradición latina y, por supuesto, sus orígenes y espíritu brasileño.
Brad Mehldau trio, el mejor concierto del Heineken Jazzaldia
Parecía indolente cuando empezó el concierto. De perfil al piano, tocando con la mano izquierda como quien tamborilea los dedos mientras espera que pase el tiempo. Fue sólo un momento fugaz y enseguida Brad Mehldau se acomodó en su asiento frente al piano y ese tamborileo de su mano izquierda se convirtió en un diálogo con su mano derecha en un ejercicio de dibujar melodías que eran construidas y deconstruidas por él mismo y por sus virtuosos acompañantes: Larry Grenadier (contrabajo) y Jeff Ballard (batería).
Tres virtuosos en el escenario con una misma idea: el virtuosismo tiene que servir para hacer brillar la música, no para brillar uno mismo por encima de ella. Algo de lo que a veces se olvidan algunos músicos. Ellos no lo hacen, y lo dejaron claro desde el primer tema, ese Spiral que, influenciado por Keith Jarrett, también abre su nuevo disco, ese al que da título la siguiente canción del repertorio de la noche, Seymour Reads the Constitution! Como decía, los tres músicos tocan perfectamente enlazados, transmitiendo una sensibilidad fuera de cualquier canon y utilizando su talento para resaltar las composiciones o el talento de sus compañeros. En San Sebastián nos hemos hartado de escuchar la palabra sinergia, pues este trío es un gran ejemplo. Por separado son músicos enormes, los tres juntos son mucho más que la suma de sus partes.
De ahí dieron paso a una maravillosa versión de los Beatles, And I Love Her (que casualmente versionaría horas más tarde Cécile McLorin Salvant a no muchos metros de alli, en la Plaza de la Trininidad). Antes de eso hubo tiempo para que, entre canción y canción, decenas de personas entraran tarde y buscaran su sitio en el patio de butacas. Algo que molestó al pianista que tuvo que esperar para reanudar mientras se calmaba el ajetreo. Este hecho -público que empieza tarde, conciertos que empiezan con el público todavía acomodándose-, se ha repetido con demasiada frecuencia en los conciertos del Kursaal y es algo que la organización debería vigilar para futuras ocasiones.
Pero habíamos dejando a Brad Mehldau y sus dos compañeros versionando y apropiándose de la canción de los Beatles. Toda una lección de cómo llevar a terreno propio una composición ajena, manteniendo la sencillez e ingenuidad que forman parte de su esencia y construyendo a su alrededor un paisaje sonoro lleno de mil colores y matices deslumbrantes.
Cuánto se agradece una batería como la de Ballard, siempre presente aunque sin perder ni un ápice de sutileza,el complemento perfecto para que Grenadier y Mehldau pudieran dejar volar su imaginación, de la que el mismo no anda escaso, por ejemplo en el standard C.T.A. de Jimmy Heath. Resulta difícil destacar más momentos del concierto porque el listón estaba tan alto siempre y en cada momento que sobresalir era misión casi imposible.
Con el público rendido otorgando una ruidosa ovación en pie, el trío abandonó el escenario para acto seguido volver e interpretar Tenderly . Este bis no fue suficiente para un publico que, levantado de sus asientos, pedía con su aplausos una pequeña dosis más. Así que Mehldau, Greandier y Ballard volvieron para deleitarnos con su impresionante versión de Hey Joe de Jimmy Hendrix. Un broche de oro colosal para el mejor concierto de esta edición del Heineken Jazzaldia.
Gregory Porter, pisando a fondo
Gregory Porter, con apenas 46 años, es ya un habitual del Heineken Jazzaldia. Ha actuado en las terrazas del Kursaal, en el escenario verde, en la Plaza de la Trinidad y, desde esta edición, también en el Kursaal. Siempre con grandes ovaciones de público y prensa.
¿Unánimes? Pues casi, pero este modesto cronista nunca se sumó al río de alabanzas de desbordaba tras cada actuación. Sin duda una gran voz pero, y así lo he dejado escrito, siempre me quedaba la sensación de que no estaba poniendo todo lo que tenía dentro. Le faltaba algo de alma, de arrojo, de sentimiento. Técnicamente irreprochable si, pero sin alma, algo contradictorio para quién canta con aromas de soul. Bien, eso pensaba de Gregory Porter hasta el concierto del pasado domingo. Una actuación que me dio exactamente lo que le estaba pidiendo al cantante de California.
El concierto servía para presentar en directo su disco Nat King Cole & Me, es decir, su homenaje al gran Nat King Cole. Un artista que como el propio Gregory Porter se encargó de explicar entre canción y canción, le influyó y le acompañó desde bien niño. La ausencia de su padre, los deseos de su madre, las letras que le enseñaron una manera de vivir la vida… anécdotas que ponían en contexto la importancia de esas canciones en la vida del intérprete y que, quizá, explican ese paso adelante de sentimiento que aprecio en este gran cantante respecto a su última visita.
El diálogo entre la orquesta dirigida por Arkaitz Mendoza y el cuarteto de Porter funcionó a la perfección. Con especial brillo cuando el saxofonista Tivon Pennicott aparecía en el escenario -con sus arrogantes andares- y nos deleitaba con sus aportaciones bebop o con fluidos intercambios sonoros con las trompetas de la orquesta.
Sobre esa base la aterciopelada voz de barítono de Gregory Porter alcanzó una cotas sublimes. Recuperando canciones de Nat King Cole tan conocidas como Nature Boy o Quizás, quizas, quizás; algunas menos conocidas como The Lonely One o temas propios como On my way to Harlem o When Love Was King que escribió pensando en Cole. Excepto en la excesivamente alargada Musical genocide, fusionada con Papa was a rolling stone, el concierto no tuvo puntos flacos y si, en cambio, una colección de momentos realmente brillantes y emotivos. Porque su voz nos hacía estremecer, porque el ritmo nos pedía levantarnos para bailar o porque, juguetones, la orquesta y el cantante se conjuraban para levantarnos el ánimo.
Dos veces tuvo que salir tras despedirse. La primera para interpretar Be good y Smile, la segunda, exigido por el público, para deleitarnos con Liquid Spirit y Hey Laura. A pesar de llevar casi dos horas de concierto hubo aplausos e intento para que volviese a salir al escenario; pero ya había sido suficiente. Esperemos que esta cuarta visita no haya sido la última. Si vuelve allí estaré y, esta vez síi, con altas expectativas.