Conciertos del Kursaal en el 58 Jazzaldia

KENNY BARRON WITH STRINGS (EGO)

A lo largo de las 58 ediciones, Kenny Barron ha visitado al Jazzaldia donostiarra nueve veces. Cuatro décadas en la que hemos podido disfrutar (y premiar) al maestro del piano. En esta ocasión el formato reunía madures y juventud en una curiosa fórmula. Por un lado el concierto lo lideraba un trío formado por Kioshi Kitagawa en el contrabajo y Johnathan Blake en la batería además del propio Barron; por otro lado la Joven Orquesta de Euskadi (EGO) acompañó al trío en el tramo central del concierto.

El trío de Barron marcó el inicio y el cierre del concierto con piezas propias, con un sutil regusto latino-brasileño y la elegancia y solidez que desprende un conjunto rebosante de talento y la complicidad que dan los años de convivencia. Sin alardes, pero con personalidad, cada instrumento encontró el momento para lucir con elegancia su brillantez. Fueron, sin duda, los mejores momentos.

A ese magnífico trío se tenían que unir algo más de una veintena de prometedores músicos menores de 25 años que conforman la EGO. Es probable que ayudara que Barron tenga un bagaje de 25 años como docente musical en Estados Unidos, el caso es que poco a poco las inseguridades del principio fueron desapareciendo y dando paso a una solidez impropia de una asociación tan efímera. La aportación de la orquesta otorgó a la música un cierto aroma a banda sonora, una capa extra al vibrante talento del trío que brillaba muy por encima de sus acompañantes. Eso sí, lo que no dejaron de transmitir fue la emoción que sentían al escuchar al maestro tan de cerca. Verles seguir el ritmo con sus arcos y pies añadió un barniz de emoción que trasciende al mero sonido.

El concierto concluyó con una interpretación en trío de Shuffle Boil, de Thelonious Monk que no dejó a todos, público y jóvenes músicos, con un magnífico sabor de boca y una sonrisa en la cara.

NORAH JONES

También dejó el concierto de Norah Jones en el Kursaal a la mayoría de los presentes con una sonrisa en la cara, aunque a más de uno esa sonrisa se le escurrió por el agujero en el bolsillo, porque la diva se ha sumado a la tendencia que está convirtiendo los conciertos en un lujo al alcance de unos pocos. Es cierto que uno se olvida de todo eso cuando Norah Jones aparece al escenario, derrochando cercanía y rebosante de dulzura y naturalidad. Ejerciendo de guía de un viaje en el que su voz es el vehículo que nos lleva por las tierras del blues, del soul, del jazz y de, cómo no, el country que aunque muchos lo olviden es fronterizo con esos estilos. Todo ello adornado con una escenografía impecablemente acogedora y un magnífico juego de luces.

Ya desde antes de empezar se podía palpar en el abarrotado Kursaal, el contagioso ambiente festivo y positivo de las grandes citas del Jazzaldia. Sin duda este es uno de los puntos fuertes del certamen porque esa sensación se contagia a unos artistas que siempre lo tienen más fácil cuando el público rema a favor y cuando en San Sebastián se aparca la frialdad habitual en otras citas. Todo sabe mejor cuando el público pone de su parte.

A pesar de que la música de Jones puede parecer muy clásica y se tiende a pensar que nunca se sale del canon, la verdad es que la artista tiene la habilidad de llevar las canciones a su terreno con sutiles variaciones que no siempre son evidentes y nunca son alardes vacuos. Simplemente están ahí y hacen de su sonido algo único, moderno e inconfundible.

El arma fuerte de Norah Jones es su voz, cálida y de amplio registro, pero también demostró su versatilidad al tocar tanto el piano como la guitarra, incluso se atrevió con la guitarra twang y un sonido muy Ry Cooder con en las muy country Rosie’s Lullaby y All A Dream. Seguramente la mayor virtud de la neoyorquina sea la ya mencionada habilidad para llevar las canciones a su terreno, para hacer homogénea la mezcla de estilos y sonidos, para convertirlo todo en una canción de Norah Jones, haciendo que parezca fácil. Quizá por ahí esté también su mayor punto débil, que dentro de esa homogeneidad cuesta encontrar puntos álgidos, momentos de catarsis, explosiones de intensidad. Nunca baja del notable, pero le cuesta alcanzar el sobresaliente.

Lo que sí fue sobresaliente fue el acompañamiento. Tres excelentes músicos que brillaron con derecho propio. Chris Morrissey dando cuerpo a las canciones desde el bajo y los coros, Brian Blade sosteniendo las canciones con su batería más preocupada de enriquecer la canción que de destacar y, por supuesto, la guitarra de Dan Lead que añade capas y más capas a la música de Jones, sobre todo cuando saca a relucir el slide.

Lo de Norah Jones en el Kursaal fue un concierto exquisito de una calidad musical incuestionable, que dejó al público con ganas de más; pero no solo por la exquisitez de lo escuchado, sino porque quizá le faltó la guinda del pastel, ese momento catártico que separa a los grandes conciertos de los inolvidables. Y eso que el final, con la magnífica versión de Long Way Home de Tom Waits, fue uno de los mejores momentos de la noche. El problema de ser el concierto más esperado del certamen es que es las expectativas son tan altas que es difícil superarlas, incluso siendo brillante.

BEN HARPER & THE INNOCENTS CRIMINALS

Si el de Norah Jones era el más esperado por gran parte del público, para quien esto escribe el concierto de Ben Harper fue el punto álgido de los vivido en el Kursaal esta edición (aunque he de reconocer que un problema de última hora me impidió asistir al de Rocío Márquez y Bronquio). En la ciudad ya sabíamos de su extraordinario talento porque hace diecisiete años -¡cómo pasa el tiempo!- ya nos impresionó en ese mismo escenario con un concierto que sobrepasó las tres horas y holgadamente la veintena de canciones.

Su carta de presentación es una voz fuera de común, a menudo comparada -con acierto- con la de Margin Gaye, y su dominio y conocimiento de la música negra, del blues al reggae pasando por el soul, el jazz o el hip hop. Con esas armas brindó un concierto absolutamente brillante en el Jazzaldia que dejó al público donostiarra apabullado, excitado y lleno de admiración. Como Norah Jones la jornada anterior, el concierto fue un recorrido por todos esos estilos mencionados; pero mientras la de Manhattan ofrece un viaje tranquilo, sin sobresaltos, el de Harper es una montaña rusa de emociones. Un viaje en el que no importa salir de la carretera y transitar por encima de unos baches si el resultado es un lugar que merece la pena visitar.

El concierto se inició con Harper y su banda interpretando Below Sea Level a capella. A mitad de la canción dio unos pasos atrás y llenó la sala con su potente voz sin la ayuda de un micrófono, no le hizo falta más para meterse al público en el bolsillo y demostrar que iba a por todas. Su siguiente canción, Diamonds On The Inside evolucionó desde el pop hasta un clímax sonoro más propio de la música afroamericana, impulsado por la frescura y espontaneidad de la voz de un Ben Harper que continuó explorando su ecléctico catálogo musical y su facilidad para cambiar de estilo pasando del rock de Burn To Shine al reggae de Finding Our Way sin perder en ningún momento la cohesión estilística. Porque, como ocurre con los grandes artistas, toque lo que toque acaba sonando a él.

Aunque Ben Harper sea la estrella no sería justo no reconocer a los Innocent Criminals, su banda. Lo de Oliver Charles a la batería fue algo soberbio en cada intervención, su conexión con el bajista Darwin Johnson fue exquisita siendo Finding Our Way seguramente el momento en el que más brillaron. Chris Joyner al teclado y Alex Painter a la guitarra mantuvieron diálogos sonoros, como en Burn One Down, de una nivel altísimo. Una banda rodada y poderosa capaz de contener el sonido o hacerlo explotar a su antojo.

Eso sí, Ben Harper prescinde de los Innocents Criminals durante una parte de su concierto. Se sienta solo en mitad del escenario, empuña una guitarra acústica e interpreta Walk Away. Desgarradora, dolorosa, emocionante. Quizá no tan perfecta a nivel técnico como las que ofreción Norah Jones el día anterior, pero alcanzando unos picos de intensidad difícilmente olvidables. Continuó en esta línea acústica con Waiting On An Angel y, después, una prueba de la libertad de Harper y de que transita por donde le lleva el corazón y no el setlist apuntado en un papel. Un roadie le ofreció la Lap Steel Guitar que correspondía para la siguiente canción y él la rechazó, porque en ese momento decidió cantar I Shall Not Walk Alone explotando su gran capacidad para conectar con su público a un nivel emocionalmente profundo y sincero.

Tras eso si que tomó la Lap Steel para interpretar Giving Ghosts, aunque antes habló de cuando vino de adolescente a España, con apenas 150$ en el bolsillo, y como descubrió el flamenco, a Paco de Lucía y, sobre todo a Camarón (que en su boca suena a Camerún) a quién comparó con Ottis Redding. Como todo eso lo hizo en inglés bromeo recordándose a si mismo que no estaba en Detroit, que estaba en San Sebastián, y que no tenía que hablar tanto en «el idioma de Donald Trump».

Tras el intermedio acústico regresa la banda y acomete un crescendo contínuo que comienza con una exquisita She’s Only Happy In The Sun y sube hasta alcanzar la euforia con la mencionada Burn One Down, seguida de Say You Will y culmiando con With My Own Two Hands donde Harper despojado de la guitarra se desató en el escenario, alcanzando esa deseada catarsis que la audiencia había estado esperando. Harper se atrevió a llevar las emociones al límite -también su cuerpo, pues en uno de sus saltos se golpeó fuertemente con una silla-, sumergiendo a su público en un estado de éxtasis. «Puedo cambiar el mundo con mis propias manos» y todos nos lo creímos en un día, el de las elecciones, en que era importante creérselo.

Tras aclarar que estaba bien después de su accidente con la silla, el bis comenzó con Amen Omen que fue transformándose en una animada versión de Knocking on Heaven’s Door de Bob Dylan coreada por un público en pie y en extasis,

El concierto de Ben Harper en el Jazzaldia fue mucho más que una noche de música. Y si digo que fue el punto álgido de los conciertos del Kursaal es porque mientras que Norah Jones brindó una nivelada actuación elegante y de gran calidad, Harper logró establecer una conexión más personal con la audiencia gracias a su desbordante energía y desinhibición. Dos talentos indiscutibles, ofrecieron dos experiencias marcadamente diferentes: donde Jones aportó sofisticación y control, Harper ofreció una experiencia memorable llena de autenticidad y sentimiento.

PAT METHENY: SIDE EYE

Pat Metheny es un viejo conocido de los más veteranos del Jazzaldia. Normal. Es una de las figuras más importantes del jazz de las últimas décadas y su agenda suele ser agotadora, así que es normal que San Sebastián se haya cruzado en su camino varias veces -aunque todavía no tantas como Barron– y en diferentes formatos. En esta ocasión venía con su proyecto Side-Eye, acompañado de dos jóvenes y talentosos músicos: Chris Fishman al teclado y Joe Dyson a la percusión, que demostraron en cada nota que el futuro puede ser suyo.

El primero, rodeado de teclados de todo tipo, multiplica la efectividad de sus manos y mientras con la izquierda, asumía el papel de bajista con las teclas más graves, su mano derecha, dibujaba frenéticos e imaginativos solos. Dyson, por su parte, demostró porque se le tiene como uno de los más prometedores baterías del momento y porque trabaja con figuras como Metheny o Nicholas Payton. Completaba “la banda” el Orchestrion un bizarro mecanismo con aire robótico vintage formado por xilófonos, campanas y otros elementos percusivos. Una especie de máquina retrofuturista de samplear.

Y en el centro de todo, Pat Metheny, el maestro de las cuerdas. Que comenzó tocando la ya famosa Pikasso de 42 cuerdas y cuatro mástiles, para ir cambiando de modelo y estilo según el sonido o el matiz que quisiera lograr en una explosión de texturas, tonos y melodías. Tan pronto tenía aroma de club en Always And Forever, como dejaba espacio para un diálogo entre la batería y el teclado en Timeline, hacía que los agudos de su guitarra se confundieran con el sonido de un piano en Better Days Ahead o convertía su guitarra en una trompeta en When We Were Free.

Así, sin apenas dirigirse al público más que a través de su guitarra -presentó a la banda a la hora de concierto y poco más- construyó Pat Metheny una experiencia sonora única, haciendo gala de un virtuosismo difícilmente igualable pero sin caer en el lucimiento onanista de otras rutilantes estrellas ni tampoco en una monotonía acomodada. Un lujo.


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