Reseña de Burning
El primer largometraje de Lee Chang-dong en ocho años nace de un relato corto de Haruki Murakami, Quemar graneros. El director coreano se sumerge en el abstracto universo del texto, introduce unos cambios sin quitarle la esencia, y lo hace crecer hasta el punto que incluso se atreve a coger el relevo y alargar la historia más allá de donde la dejó el escritor japonés que cada año se queda sin el premio Nobel.
Burning nace con una sencilla premisa: Jong-soo, un chico joven, se reencuentra con Haemi, una antigua vecina de la infancia, y se enamora de ella. Jong-soo y Haemi tienen un par de citas y se acuestan justo antes de que ella se vaya de viaje a África. Al volver, a Haemi le acompaña Ben, un joven rico, atractivo y seguro de sí mismo que parece haber conquistado el corazón de la chica y de quién Jong-soo recela. Con estos ingredientes Lee Chang-dong cocina a fuego lento una historia onírica y sugerente, en la que realidad y sueños y frustración se confunden mientras en el trasfondo aparecen la soledad y el deseo, las frustraciones de la gente humilde frente a las diferencias de clase, la inseguridad y los corazones rotos que no pueden faltar en un triángulo amoroso.
Lee Chang-dong busca constantemente los contrastes en Burning: El mundo rural y la gran ciudad, la clase alta y la humilde, el aplomo y la inseguridad, las limitaciones del mundo de Jong-soo y la intrínseca comodidad del de Ben. Pero sobre todo la realidad y la imaginación, dos conceptos que como Jong-soo y Ben juegan al gato y el ratón durante la segunda mitad de la película sin que muchas veces sepamos quién es el gato y quién el ratón. Haemi aficionada al mimo saboreando una mandarina que no existe, Jong-soo y su vocación de escritor (y por tanto creador de ficción), un gato que no se ve y parece una excusa para ligar pero que deja sus restos tras de si, historias de la infancia que nadie recuerda o, incluso, las solitarias sesiones onanistas, todo evoca a la imaginación, a lo que no existe, al anhelo por lo que no se tiene. Como ese rayo de sol que entra una vez al día en la habitación de Haemi y Jong-soo busca y admira aunque sepa que no es la auténtica luz de sol, sino el reflejo en un rascacielos cercano. Así, Ben puede ser el antagonista de Jong-soo o quizá la oscura aspiración de Jong-soo de ser como el Gran Gatsby.
Mezclando géneros, o más bien pasando de uno a otro -del drama romántico al cine negro pasando por el thriller-, Lee Chang-dong se muestra juguetón con la puesta en escena. Tan pronto tiene un tono realista y cercano al protagonista, como adquiere una forma más onírica y simbólica. De la fealdad del mundo de Jong-soo a la belleza de sus ensoñaciones. Por ejemplo, la relación entre Jong-soo y Haemi es retratada de manera igualmente brillante cuando tienen sexo de una manera torpe y, quizá por ello, tierna, que cuando Haemi baila a ritmo de Miles Davis, semidesnuda, silueteada en la luz del atardecer. Lo terrenal y lo divino, lo tangible y lo soñado, todo es captado por la dirección de Lee Chang-dong y el magnífico trabajo de sus actores.
Decía unas líneas atrás que Burning es de cocción lenta, quizá demasiado lenta en sus primeros minutos, antes de que sepamos hacia dónde nos dirige Lee Chang-dong o, mejor dicho, a qué quiere jugar Lee Chang-dong. Eso si, una vez empieza el juego la película es imparable y desemboca en un final tan potente y abierto como el que una historia como esta, tan ambigua y llena de interpretaciones y metáforas, necesita. Es probable que pasados unos días tras haber visto la película sigas pensando en la ella, incluso que quieras volver a verla para entenderla mejor. A mi me pasa.