Por qué todavía tengo una colección de discos
Estoy de mudanza. Cualquiera que haya padecido una sabe que las mudanzas son duras, largas, estresantes y, sobre todo, interminables. Semanas con la vida en cajas como condena. En mi caso, además, tiene el agravante de que soy un amante de los libros y los discos en formato físico. Es decir, muchas cajas. Cajas muy pesadas que hacer, transportar y deshacer. Entre los ánimos recibidos estos días, algunos con tono de pésame, uno me hizo gracia, el de mi amigo Nacho, que me dijo: Supongo que te habrás preguntado varias veces «para qué carajo me he comprado tantos discos y películas…”. Nacho sabe de primera mano de lo que habla, claro. Y tenía razón, en mi cabeza llevaba días resonando machaconamente la pregunta ¿por qué no te pasas al formato digital, Ricardo?. Ayer abriendo una de esas pesadas cajas y colocando los CDs en sus baldas, de momento sin ningún orden concreto, me acordé de un texto que escribí hace unos años para el desaparecido El Café de Rick que respondía a esas preguntas y se titulaba Chicas, besos, magdalenas y canciones. El post original no era exactamente lo que viene a continuación, pero se le parece bastante.
Cuando, algún día, haya terminado de desempaquetar todos los discos llegará el turno de ordenarlos. Esa, la de ordenar discos, si es una tarea que me gusta. Culquiera que tenga un colección sabrá que el orden en que se colocan los discos no es algo sencillo, suele haber normas que solo comprende el propietario de la colección. En mi caso, tras varios sistemas distintos, he optado por ordenar la mayor parte de los discos por orden alfabético del artista, mezclando estilos y épocas; pero, entre otras excepciones, tengo un grupo de discos que va aparte y está castigado a las zonas más inaccesibles de la estantería. También pongo a The Beatles los primeros, antes de la A, en señal de respeto y admiración. Mi amigo Eneko es un caso más extremo. Durante muchos años ordenó los discos en orden cronólogico del primer disco de cada artista o grupo. Por ejemplo, los discos de los Rolling Stones, estaban en 1964, incluso aquellos que sacaron más adelante. Eso le generó algún que otro problema, el más grave es que a David Bowie le correspondía estar junto a Roxy Music. Sé que a muchos puede que esto no les parezca realmente grave; pero es que David Bowie y Bryan Ferry (líder de Roxy Music) se odiaban, así que ponerlos juntos, creedme, era un auténtico problema. Por esa razón Eneko solía poner, aunque cronológicamente no le correspondía, a Marc Bolan entre los dos. A fin de cuentas era compatriota, se llevaba bien con ambos y era afín musicalmente. En otra ocasión Eneko cambió el criterio y ordenó los discos alfabéticamente; hasta que vio que los Briefs estaban junto a los Brincos algo que le hizo exclamar, y cito textualmente, «se me desordena el alma». Así que, finalmente, decidió que los ordenaría alfabéticamento pero separando los discos de los 50, 60 y 70 por un lado, y del 80 en adelante por otro. Por supuesto, no iba a ser tan fácil. Esta decisión le generó un inesperado nuevo problema, ¿qué hacer con el disco de Rockpile? Fue editado en el 80, pero grabado en el 79 y fue el único que hicieron… ¿venían de los setenta? ¿Iban a los ochenta? ¿Venderán muebles en Ikea para guardar a parte este disco? Todos estos problemas son, en realidad, excusas para recordar historias, maneras de demostrar admiración por ciertos artistas y, en definitiva, diferentes juegos y modos de disfrutar de la colección de discos.
También está, por supuesto, lo que la colección dice de cada uno de nosotros. Los ejemplares que la componen y la manera de ordenarlos. Supongo que no soy el único que curiosea las estanterías cuando visita una casa ajena -o en el fondo de las videollamadas de este 2020-, así que supongo que mis invitados harán lo propio con las mías. Eso lo explicaba muy bien Nick Hornby en su libro Alta Fidelidad, incluidos los tontos prejuicios que conlleva, porque la única forma de entender el retrato del propietario que forman los ejemplares de una colección es haberla vivido en primera persona. Saber cuándo, dónde y por qué compró ese disco, en qué momento sonó cada canción. Por eso digo que me gusta ordenar mi colección, porque una colección así no se disfruta sólo poniendo los discos en el plato o el reproductor, se disfruta viéndolos, tocándolos, admirando sus portadas… y recordando la historia de cada disco.
Si a Marcel Proust el sabor de una magdalena le trajo de vuelta los recuerdos de la infancia, a mi las carátulas de los discos me llevan de viaje por los rincones de mi memoria sin necesidad de escuchar las canciones. Sólo las carátulas. Como la del single de esa canción de los Cosmic Rough Riders que sonaba cuando besé por primera vez a aquella chica tan loca que casi me hace enloquecer, o la del disco de Elliot Smith que, irremediablemente, está asociado a aquella chica que no quise besar cuando pude y no pude besar cuando quise. O los más que besos de aquella noche en que el mundo se derrumbaba y nosotros despertamos ajenos y felices mientras sonaba La Casa Azul.
Por supuesto no son solo chicas. Ver los edificios del Standing On The Shoulder of Giants de Oasis me lleva a revivir las mil y un anécdotas del primer concierto en Leganes, cuando mis amigos soñaban con ser estrellas del rock, y yo soñaba que su sueño se hacía realidad. Ocean Colour Scene nos miraban fijamente desde la carátula del Marchin’ Already en la salida la primera Quebrantahuesos que corrí con mi padre. La emoción que sentí en aquel Purple Weekend cuando Álex Cooper me firmó aquel single de Los Flechazos todavía se puede oler en la tinta de la dedicatoria. Casi puedo oír las risas que nos echamos con la falsa traducción de mi amigo Eneko en aquel febril y magnífico concierto de Mando Diao en Moby Dick. Y no tengo más que mirar las 7×7 pulgadas de la carátula de Always Love de Nada Surf, para volver a estar en la ladera de aquella colina de Florencia iluminado por la luna más grande y bonita que he visto nunca.
Y así, miles de historias, miles de canciones. Por eso escoger la primera canción que iba a sonar en nuestra nueva casa no era un asunto baladí. Podríamos haber puesto una de Elvis Costello, que nos acompañó a Sandra y a mí todos y cada uno de los días del verano que nos conocimos, o alguna de las canciones que han sonado en los buenos momentos de todos estos años -muchas y muchos-; pero la elegida fue, no podía ser otra, Stay Forever, de Ween. La canción que se convirtió en una declaración y que convirtió al pimiento blanco de su portada en la cosa más romántica del mundo. Porque una mudanza es un cambio y ninguna canción más apropiada que la que representa el momento en que todo cambió a mejor.