Rodrigo Sorogoyen vuelve a repetir la fórmula que mejor le funciona: un tenso thriller que le sirve para hablar de cuestiones sociales o políticas. El ejemplo más claro es El reino, donde vemos un thriller emocionante que nos está hablando de la corrupción de la política española. Pero lo podemos ver también en sus otras películas. Aquí adopta un subgénero que nos ha dado grandes películas, el thriller rural. Un cine que funciona por el terror que nos provoca a los urbanitas el mundo rural más cerrado y que aquí está llevado a un caso que podría aparecer en una esquina de la crónica de sucesos, una lucha entre vecinos. La eterna rivalidad entre hermanos con la que es inevitable pensar en el inicio de todo, la lucha de Caín y Abel, donde también era un vector de la trifulca el hecho de que una cosecha se echara a perder. Así de ancestral es uno de los motivos centrales del enfrentamiento. Y a cambio, el centro de la disputa no puede ser más actual: vender o no vender las tierras a una compañía eléctrica para que instale generadores eólicos.
El conflicto entre conservar la tierra para cultivarla, frente a utilizarla para instalar renovables ya aparecía en otra de las películas importante de este año en España, Alcarrás. Es interesante que ambas películas pongan el acento en un tema que no ocupa demasiado espacio en los medios y que, sin embargo, es un problema más para la España vaciada. Todos queremos que aumenten las renovables pero eso no es motivo para aceptar un desplazamiento de las poblaciones rurales más pequeñas. Las eléctricas buscan maximizar beneficios y explotan las tierras más baratas. Todo esto está planteado en la película, así como la cuestión del turismo desplazando a los pocos habitantes de las aldeas. Y sin que nada de eso estropee en absoluto el puro entretenimiento de un thriller. Ese es el mérito habitual de Sorogoyen y su coguionista habitual Isabel Peña, plantean un tema como contexto, interesante y bien tratado, pero sin que ese peso caiga sobre el entretenimiento. Además, escapan de los clichés habituales del thriller, incluso sugiriendo al espectador lugares comunes que luego deciden evitar. Esto también tiene sus contras. El tercer acto, que por si solo es estupendo, supone un desenlace anticlimático después de los dos anteriores, y rompe un poco con las expectativas, no necesariamente para bien. También relacionado con las expectativas, la cuestión de la cámara de vídeo que sirve como alegoría de la respuesta belicosa -que ella no acepta- y que la película determina como una mala opción.
Sorogoyen vuelve a sacar el máximo de Luis Zahera, en este caso como un villano carismático, pequeño líder rural, ilustrado pero sin estudios, cargado de traumas y complejos que está muy bien dimensionado para que el espectador sea capaz de temerle y de comprenderle al mismo tiempo. El actor lo borda en su lado más agresivo, y en el más humano. Especialmente bueno es un largo plano sostenido de diálogo entre él y un muy solvente Denis Ménochet.
Sorogoyen sabe mantener la tensión colocando a los personajes de manera que ocultan partes clave del plano, o moviéndolos por un asfixiante pasillo entre animales en un largo traveling. La introducción que sirve después para un momento áligido, como hacía Woody Allen en Match Point, es estéticamente espectacular, y su rima funciona de maravilla. Género de autor para llegar tanto a la crítica como al público en general. Sorogoyen se confirma como uno de los grandes cineastas de su generación en España.