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En una de las escenas más famosas de El sirviente de Joseph Losey, la prolongada y sutil lucha de poder entre un señor y su sirviente desemboca en un enfrentamiento psicológico en una escalera. Aunque nominalmente está claro quién tiene la posición de poder, en la práctica, el carácter de cada uno y sus acciones van creando una nueva relación soterrada más relevante que la oficial. Se representa gráficamente en la posición de ventaja que van tomando en una escalera. Los de arriba y los de abajo.

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En El hilo invisible también hay escaleras. Muchas. También hay una lucha sin cuartel por el poder de verdad. El protagonista, un genio de la moda meticuloso y obsesionado con su trabajo que tiene una especial relación con sus modelos. Musas en el sentido más clásico, es decir, puros objetos para su creación artística, a las que acoge y despacha a su gusto. Así queda claro desde el encuentro entre los dos protagonistas en la cafetería. Él le pone a prueba (con la cuenta) por el simple hecho de saber que puede ponerle a prueba. Ella se pondrá en sus manos, y pronto será reducida, de manera humillante, a unas cifras en el cuaderno ante la mirada vigilante de la hermana del genio, que la evalúa como mercancía al tiempo que sopesa el riesgo que supone esta joven, este nuevo capricho, para su posición de poder. Todo este planteamiento inicial tiene una influencia obvia de Rebecca de Hitchcock, en la que una joven tímida, de baja escala social, se empareja con un rico y tendrá que lidiar con la temible señora Danvers, que hasta entonces era la dueña de todo. El parecido con la hermana del personaje es evidente. El propio director admite que Rebecca fue una de las películas que estaba viendo casualmente cuando tuvo la idea de la película estando enfermo. No creo que sea casualidad que la protagonista se llame Alma, como la la mujer de Hitchcock.

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Aunque es un drama romántico -gótico, si se quiere- esto no va de amor, o al menos no el sentido más sano. Aquí hay un juego de roles y obsesiones que ya quisiera la trilogía de las 50 sombras. Ella al principio explica orgullosa que puede aguantar de pie tanto tiempo como él quiera. Una baile de dominación como el de La Venus de las pieles de Polanski, o siguiendo con el mismo autor, la enfermiza relación de Lunas de hiel. Una necesidad malsana procedente de nudos familiares, como la que nos puede mostrar Haneke en La pianista. Aunque todo ello en clave mucho más sutil, más aparentemente inofensiva, como ese conflicto que parte de un simple cruasán en el desayuno, que recuerda al que Lars Von Trier colocaba entre Shia Labeouf y Stacy Martin en Nymphomaniac para que, en aquella también, lucharan para doblegar al otro de manera puramente psicológica, muchas veces a partir de ritos cotidianos. El objetivo final, ser la mano que domina al genio, lo que podría ser una versión extendida de una sola escena de The Master, en la que Amy Adams masturba a Philip Seymour Hoffman mientras le reprende, a modo de reeducación. Por algo aquella se llamaba así, The Master, y es que la lucha de egos ha estado bien presente en la filmografía del director.

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Esto no va de amor, o sí, depende de cómo lo entiendas. El modisto queda prendado de un modo cerebral por las perfectas medidas de la camarera, pero también siente una atracción irracional inmediata. Lo que otros entenderían por enamoramiento, él entenderá más como un acierto artístico de su ojo entrenado. Como el escultor que vislumbra en la roca una prometedora figura. No es hasta que ella comparte su actitud obsesiva y desmesurada que el protagonista demuestra su verdadera satisfacción. Cuando visitan a la clienta borracha para despojarle de lo que no merece, él se emociona y la sorprende con un beso apasionado en la calle. Hasta ese momento, su relación más íntima son las manos de él manejando el cuerpo de ella como si fuera una escultura de mármol. En la medida en la que ella se va corrompiendo, accede más a su corazón. Cuando repite sus palabras groseras al doctor, mientras le permite vivir ajeno a las convenciones sociales. Cuando transgrede.

Un cuento de hadas

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Como en La bella y la bestia, nuestro protagonista vive en su propio castillo. Ese que vemos al principio, en el que las modistas circulan como ovejas guiadas por el pastor, subiendo escaleras, accediendo con permiso a su Olimpo de creación. La bella campesina tendrá que lidiar con la terrible criatura, enfrentándose también a su malvada hermana, llegando a competir con una mismísima princesa. Incluso las armas definitivas de nuestra bella plebeya -que no desvelaré aquí- proceden del campo, con uno de los recursos más habituales de los cuentos.

La magia está bien presente también. El señor del castillo se protege a sí mismo con hechizos: escribe cosas como “nunca maldito” dentro de las prendas, donde nadie pueda leerlas. Podría decirse que en muchos aspectos esta película está contada como un cuento de hadas. Podríamos decir también que es una versión oscura y enferma de un viejo cuento clásico, pero el universo de Grimm y compañía ya era bastante tenebroso y retorcido. Eran cuentos salvajes que tenían una profunda raíz psicológica, arquetipos junguianos, como es el caso de esta película.

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Los artistas

Por muchas referencias que se puedan citar, a Hitchcock, al retorcido mundo de los hermanos Grimm, lo cierto es que Paul Thomas Anderson parecer pisar donde nadie ha pisado antes. La dirección de la película es incierta al principio y el hilo argumental va desarrollándose de manera atípica, muchas veces de forma implícita. Uno se deja llevar como la pareja pasiva de un baile, como Alma en manos de Reynolds, al ritmo hipnótico de la música de Jonny Greenwood. La banda sonora es otra sorpresa muy alejada del estilo del compositor. Quizá solo está alejada aparentemente, porque sí tiene en común con sus otros trabajos el desdén absoluto por la convención. Por lo demás, no se parece ni a otros trabajos con el director ni a su reciente y excelente banda sonora para En realidad, nunca estuviste aquí.

El lujo, los muebles clásicos, el sonido de la tela sedosa, las escaleras. Anderson construye un universo de delicadeza estética que contrasta con el interior salvaje de los personajes. Para hacerlo se pone al frente del trabajo de fotografía esta vez. Podríamos decir que es el director de fotografía o, atendiendo a sus propias palabras, que ha decidido no contar con un director de fotografía y trabajar al frente de su equipo de siempre. El resultado quizá no alcanza cotas sublimes como las de The Master pero sigue siendo excelente. La luz golpeando a los personajes, el ambiente cerrado, la excelencia.

Por supuesto, el trabajo de Daniel Day Lewis es excelente, con un personaje a su medida en el que puede desbordar talento, carisma y energía. Es un depredador elegante y delicado, como un felino salvaje; son las manos firmes del artista. Junto a él, un descubrimiento interesante, Lesley Manville, que interpreta a la hermana. Con toda la severidad de la vieja señora Danvers pero también con la capacidad de rugir con violencia contenida, como cuando advierte a su hermano que no le conviene enfrentarse a ella. Un equipo excelente para un resultado exquisito.

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El hilo invisible

Media Flipesci:
8.8
Título original:
Phantom Thread
Director:
Paul Thomas Anderson
Actores:
Vicky Krieps, Daniel Day-Lewis, Lesley Manville, Sue Clark, Joan Brown, Harriet Leitch, Dinah Nicholson, Julie Duck, Maryanne Frost, Elli Banks, Amy Cunningham
Fecha de estreno:
02/02/2018