M. Night Shyamalan vuelve a trabajar sobre material ajeno, como ya hizo en su anterior película, Tiempo, que adaptaba el cómic Castillo de arena. En este caso se trata de la novela de Paul Tremblay, La cabaña del fin del mundo. Lo habitual es que escriba sus propias historias, pero en realidad no importa porque ha tomado un material que se adapta como un guante a sus intereses. De hecho, esta podría entenderse como la tercera parte de una trilogía, iniciada por Señales y continuada por El incidente, sobre el apocalipsis minimalista, visto desde el punto de vista de una familia y con un protagonista en crisis de fe que se está aislando a sí mismo de la sociedad. Se podría incluir también en este pack a La joven del agua, aunque esta tiene más dimensiones. Así que da un poco igual si es un contenido original o uno elegido porque encaja con sus intereses.
Parece que Shyamalan se encuentra muy cómodo en su formato actual, con películas de 20 millones de dólares -caras entre las películas baratas- que tienen premisas de terror suficientemente llamativas para atraer al gran público dentro del género de moda. Son proyectos que no requieren demasiado gasto y que le alejan de las incursiones fallidas que tuvo en el punto débil de su carrera (Airbender y After Earth superaron ampliamente los 100 millones de presupuesto y fueron un fracaso, además de ser sus dos peores obras). Ahora ha conseguido una estabilidad económica que le da una libertad absoluta para hacer las películas como quiera, aunque no termine de tener la factura de sus primeras películas que sí eran más caras. Por más que el compositor de esta, Herdís Stefánsdóttir haga un trabajo digno, se sigue echando de menos la brillantez de James Newton Howard que elevaba sus trabajos a otro nivel. Con todo, ya digo, ha alcanzado una estabilidad que le permite una factura más que suficiente, aunque sea a costa de proponer historias más económicas.
Con mejor o peor factura, Shyamalan sigue teniendo la capacidad de elegir siempre el mejor punto de vista, el que aprovecha las emociones al máximo y, por supuesto, el que se sale de lo convencional. La secuencia inicial es impecable. Shyamalan aprovecha que tiene la presencia de Dave Bautista -sin duda en el mejor papel de su carrera- para construir una especie de homenaje a Frankenstein. La ambigüedad del peligro del monstruo y la inocencia de la niña. Una conversación desconcertante, siniestra, inquietante que se ve encerrada por unos primerísimos planos de rostro que no dejan espacio a nada más que a la conversación entre ambos. Una interpelación, desde el miedo a la parte de los personajes que aún no ha sido corrompida por el cinismo y la amargura de la madurez. Una interpelación directa también al espectador, al que Shyamalan llevará de la mano como Frankestein a la niña, para contarnos su nueva fábula.
Después, la acción nos lleva a un aparentemente clásico home invasion, aunque el director ya ha afirmado que le gusta retorcer los géneros (ya lo sabíamos). Lo de esta película no se trata tanto de sus plot twists argumentales sino de un giro puramente de género. Plantear unos mecanismos conocidos para después hacer avanzar el desarrollo por otro lado, al menos a nivel emocional. Esta idea de home invasion que va tornándose en alegoría social, donde se desafía moralmente a los habitantes de la casa y, a través de ellos, al espectador, es algo muy parecido a lo que planteó Jordan Peele con su excelente US. De hecho, no hay solo elementos argumentales coincidentes, también hay una sintonía estética.
La premisa, como suele ser habitual en el cine de Shyamalan, es un disparate fantástico que requiere una suspensión de incredulidad absoluta. Pero eso no significa que la película no hable de una realidad muy palpable, al contrario, es un perfecto retrato del clima social actual. Vivimos en una sociedad sobreexpuesta a la información a nivel internacional. La guerra de Ucrania, el terremoto de Turquía. Como los personajes, aunque nos vayamos a una cabaña a descansar, cuando pones la televisión aparecen todos esos horrores que nos angustian y que nos hacen pensar que el mundo va a peor aunque la frialdad de los datos estadísticos indique lo contrario. A los pocos años de una enorme crisis económica, hemos tenido una pandemia mundial como no se veía en 100 años. Una pandemia como la que también vemos en la película. El apocalipsis es ahora.
Por otra parte, una de las mayores amenazas de estos días convulsos que vivimos es la proliferación del odio. El pueblo está cabreado. Un odio que demasiadas veces deriva en volcar las frustraciones sobre colectivos. Machismo, racismo o, como nos muestra la película, homofobia. Los protagonistas son una pareja gay y aunque Shyamalan le tira a Disney Channel por no normalizar la presencia de parejas homosexuales, lo cierto es que en su película tampoco están porque sí, es parte esencial de la construcción de los personajes. La pareja, especialmente Andrew, sufre la homofobia, desde pequeños detalles, hasta la incomprensión familiar o incluso las agresiones. Este odio que reciben afecta y genera un resentimiento ante una sociedad injusta. Andrew responde con desencanto ante la sociedad, con falta de esperanza y con la convicción de que solo su pareja y su hija merecen la pena. La propagación del odio. Estas condiciones del personaje le sitúan como el protagonista tipo de Shyamalan para una situación apocalíptica: el hombre sin fe que solo busca aislarse de la sociedad con los suyos.
De Bane a Joker: el pueblo está muy cabreado
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En este contexto de crispación no pueden faltar los iluminados, los sectarios, los profetas. Por ello es difícil confiar en quien te promete la salvación, especialmente si vienen armados y te piden sacrificios, y Shyamalan juega con esta ambigüedad. La primera reacción, especialmente de Andrew, es asociarlo a la homofobia. Y esto, incluso dentro de la premisa fantástica de la película, no es nada descabellado y podemos encontrar temas similares en el mundo real. Tony Perkins -el de psicosis no, el político- es un pastor baptista conocido por opinar que los desastres naturales son un castigo por la homosexualidad. La desconfianza de Andrew está bastante justificada, ¿verdad? Por cierto, por si no conocéis la historia de Perkins, os interesará esta justicia poética: terminó perdiendo su casa por las catastróficas inundaciones de Louisiana en 2016.
Con Shyamalan, la solución siempre está en la esperanza. En volver a creer. Quizá por eso es tan aficionado a exigir la suspensión absoluta de la credibilidad del espectador. Le pide lo mismo que a los personajes de esta última película. Los jinetes del apocalipsis de Shyamalan son los complementarios: la cocinera complementa al hambre, la sanitaria a la peste, y el educador a la guerra. Shyamalan nos invita a volver a creer, en la fantasía, pero sobre todo en el ser humano.