Crónica del concierto de Yerai Cortes en el Jazzaldia

No soy entendido en flamenco. Tampoco un gran fan. Lo reconozco desde el principio para no dar lugar a confusiones. No tengo discos de Camarón, Paco de Lucía, o de Tomatito en casa. Ni siquiera el Omega de Morente y Lagartija Nick. Por supueso, no sabría explicar la diferencia entre una soleá y una seguiriya, y jamás he gritado “¡olé!” en un concierto. Pero hace unos meses vi La guitarra flamenca de Yerai Cortés, el documental dirigido por Antón Álvarez (C. Tangana) que se presentó en el Zinemaldia, y sentí algo que, en realidad, es lo único que le pido a la música: me la creí. Me creí lo que decía Yerai, me creí lo que tocaba. Había sentimiento, autenticidad, verdad. Y eso me generó la suficiente curiosidad como para ir al Kursaal a ver su concierto en el Jazzaldia. Por curiosidad. Por intuición. Y mereció la pena.

Por cierto, no fui el único al que le picó la curiosidad: el Kursaal estaba lleno hasta la bandera.

Quizá porque la gira Guitarra Coral no son conciertos que te exijan conocer los palos y compases. Es un flamenco accesible, pero también flamenco desnudo, limpio, casi minimalista: Yerai solo con su guitarra, rodeado por seis mujeres que lo arropan con jaleos, palmas, taconeos y coros. Macarena Campos, Salomé Ramírez, María Reyes, Elena Ollero, Nerea Domínguez y Triana Maciel no son solo acompañamiento. Hay una química evidente entre Yerai y esas mujeres, una complicidad casi familiar. Cada vez que se lanzaba un “¡vamos allá!” o un “¡eso es!”, no se siente como un adorno o una fórmula, sino como una respuesta física a lo que está pasando. Juntos construyen un concierto lleno de matices, de emoción y de una energía que se contagia sin necesidad de entender nada.

La puesta en escena ayuda. Oscuridad medida, luz pensada, brumas suaves. La iluminación, diseñada por Andreu Fàbregas, se despliega como una coreografía silenciosa: luces laterales recortando siluetas, contraluces dramáticos, y una niebla artificial que —por cierto— provocó alguna que otra tos y picor de ojos durante la primera canción entre algunos asistentes, se les fue un poco la mano. Esa pega aparte, el efecto visual es tan potente como efectivo, realzando el sentimiento de las canciones. También la disposición de los artistas en el escenario, cambiando de formación y construyendo diferentes tableaux vivants a lo largo del concierto.

La noche comenzó con el sonido pregrabado de una cuenta atrás, que desembocó en los acordes de Malagueña Finale, una pieza melancólica que marcó el tono confesional de la velada. También interpretaron Lo malo que he sido contigo (que cerró con un guiño al Anda jaleo de Lorca), Un puente por la bahía y Ni en los cafés parisinos, canciones más ligeras, casi juguetonas, que ofrecieron un respiro sin perder el duende.

En el corazón del concierto brillaron Mi sangre, una suerte de manifiesto identitario que Yerai compuso siendo apenas un adolescente, y Niño gitano, que empieza como una nana y crece hasta convertirse en un quejío contenido, como si no quisiera molestar, pero no pudiera evitar doler. También destacó Sonar por bulerías, un estallido rítmico que demostró su virtuosismo sin necesidad de exhibirse. Y, por supuesto, Por tu silencio lloro, una de las más emocionantes, que Yerai comenzó cantando él mismo, suave y bajito, hasta que el escenario se fundió en negro.

No hubo palabras al público. Ni una. Pero su sonrisa al acabar y los gestos que dedicó a los allí presentes fueron más elocuentes y sinceros que muchos discursos prefabricados de “sois el mejor público del mundo. Pero aún quedaba más. Porque cuando el público, de pie, aplaudía y jaleaba con entusiasmo, Yerai volvió. Los bises incluyeron una versión íntima de Que sabrá el mundo, y un cierre festivo en el que la conexión con el público alcanzó su punto álgido y la entrega de este fue total. Yerai se metió el publico en el bolsillo sin necesidad de recurrir a  trucos verbeneros.

Quizá tras este concierto entiendo un poco mejor  aquella frase de C. Tangana en su película: “Los modernos le tratan de moderno, pero los gitanos le tratan de gitano”. Al final, Yerai Cortés es simplemente alguien que hace música con el corazón. Y eso —flamenco, moderno o lo que sea— se nota. Y emociona.