Reseña de Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson
Veo Una batalla tras otra después de haber visto una película tras otra en el Zinemaldia. Ninguna de ellas se parecía a esta, ninguna de ellas me provocó lo que me provocó esta. También es cierto que tampoco la encontré en Cannes. La cuestión es que Paul Thomas Anderson está a un nivel superior que casi cualquier director o directora del momento. Heredero de la mejor tradición del Nuevo Hollywood, en esta película, como aquellos, mezcla cine autoral con puro entretenimiento. Mensaje, subtexto, intención artística, acción, comedia, drama… Una mezcla imposible que en manos de Paul Thomas Anderson se convierte en una obra maestra.
Inspirada libremente en Vineland de Thomas Pynchon, Una batalla tras otra sigue a Pat (Leonardo DiCaprio), un exrevolucionario oculto bajo el alias Bob Ferguson, que debe rescatar a su hija Willa de las garras del coronel Steven “Lockjaw” (Sean Penn), un militar corrupto en un EE. UU. muy reconocible de redadas migratorias y supremacismo blanco. Paul Thomas Anderson ha declarado que su intención no era una adaptación literal, sino “dejar una ofrenda en el altar” de Pynchon y captar su espíritu, y no su literalidad. Con esos mimbres construye una historia sobre la transmisión generacional de la rebeldía.

Las películas de Paul Thomas Anderson siempre han orbitado alrededor de familias —las que se encuentran, las que se inventan o las que sustituyen a las biológicas— y de relaciones de poder marcadas por la toxicidad. Boogie Nights, Magnolia, The Master: todas retratan esa herida. También Punch-Drunk Love o Licorice Pizza, donde los protagonistas cargan con las secuelas de entornos familiares envenenados. Aquí vuelve sobre lo mismo, pero entrelazándolo con otro de sus grandes temas: el retrato de América y la búsqueda de propósito. Pozos de ambición revisaba los mitos fundacionales y Magnolia radiografiaba la sociedad hueca de los 90; pero vamos a fijarnos en Boogie Nights y Licorice Pizza, que reflejaban, ambas, el cambio de década —una de los 70 a los 80 y la otra de los 60 a los 70—, curiosamente como el fin de una época de ingenuidad y sueños a otra más cínica. Ahora, en Una batalla tras otra refleja el presente: crisis fronterizas, desánimo tras protestas que parecen estériles, choques generacionales y la manipulación que pretende convencernos de que luchas como Black Lives Matter o el #MeToo ya han pasado y son incluso dañinas. También refleja un cambio de época y el peligro de perder, otra vez, la capacidad de soñar y caer en el cinismo. Ese es el caldo de cultivo y, como Jack Horner en Boogie Nights, Paul Thomas Anderson emprende la tarea quijotesca de demostrar que se pueden hacer películas que combinen trama, emoción y virtuosismo técnico con acción y comedia, negando la idea de que estos géneros carecen de densidad narrativa.
Después de una etapa más centrada en personajes concretos, Paul Thomas Anderson recupera aquí el pulso coral. No es tan polifónica como Magnolia, pero mucho más que sus últimos trabajos. Con un reparto espectacular en todos los casos, hay un detalle revelador: el cariño con el que trata a todos sus personajes excepto a uno. Lockjaw no recibe ni la ambigüedad ni el carisma trágico que tuvieron otros villanos de Paul Thomas Anderson; es repulsivo, ridículo, un bufón grotesco al que ni siquiera se le concede grandeza. En contraste, el grupo insurgente —la French 75— aparece con contradicciones, sí, pero también con vitalidad cómica y un espíritu de resistencia que absorbe el estilo paranoico de la política estadounidense y lo transforma en comedia. Paul Thomas Anderson convierte la lucha, sus contradicciones y sus problemas en una farsa disparatada, pero lo que no hace es diluir la seriedad del trasfondo. Cada generación, nos recuerda la narración, libra “una batalla tras otra” por sufragio, igualdad, autonomía; aunque parezca que el mal prevalece, siempre hay alguien dispuesto a seguir peleando. Desde el entretenimiento, desde la lucha, incluso desde el reírse de uno mismo, Paul Thomas Anderson invita a no darse por vencidos.

¿Cómo consigue Paul Thomas Anderson mantener ese equilibrio? Con un talento descomunal. La cámara es nerviosa, fluida, sin caer en la trampa del virtuosismo vacío. Recupera los planos secuencia y los movimientos frenéticos de Boogie Nights, pero con la excelencia y precisión que ha ido ganando desde entonces. El montaje de Andy Jurgensen imprime un ritmo eléctrico sin perder claridad en ningún momento: 162 minutos que pasan volando, absolutamente frenéticos, en los que nunca te sientes perdido. La fotografía, en la que Paul Thomas Anderson se involucra en primera persona junto con Michael Bauman, se apoya en VistaVision en 35 mm, logrando imágenes con textura y cierta estética retro que evocan los 70 sin quedarse en el pastiche. Los interiores parecen iluminados por Gordon Willis, los exteriores desérticos recuerdan a los mejores western. Y la música de Jonny Greenwood, omnipresente casi cada minuto del metraje, alterna ritmos militares con pianos desquiciados, no solo marcando el ritmo y la atmósfera, también actuando como argamasa entre los diferentes tonos. Quizá sería más adecuado decir como lubricante entre los diferentes tonos, porque la sensación que me produce esta película es la de fluidez.
El reparto es otro de los pilares. Leonardo DiCaprio ofrece otra gran interpretación con su dibujo de un neurótico tragicómico que por momentos recuerda a El Nota de The Big Lebowski. Sean Penn, deformado en una mezcla de amenaza y ridiculez, construye a un villano inolvidable por lo grotesco. Benicio del Toro aporta carisma y un humor de secundario robaescenas. Teyana Taylor brilla como Perfidia, imagen icónica de un poder subversivo, mezcla de ferocidad, magnetismo y sensualidad. Y Chase Infiniti, en su debut en la gran pantalla, sostiene el peso dramático de Willa con un arco lleno de matices, de la fragilidad inicial a la determinación final, logrando estar a la altura de todos los pesos pesados que la rodean.

Podría citar a Spielberg, a De Palma, a George Miller o a Kubrick; pero Paul Thomas Anderson ya es un grande por derecho propio, quizá el mayor cineasta de su generación. La persecución final —que evoca a las Ocean Waves (ondas marinas) del personaje de Benicio del Toro— bebe de esas influencias, sí, pero alcanza tal nivel de excelencia que la convierte en un clásico instantáneo y seguro que influirá en los cineastas desde hoy en adelante. Porque esta es una película que logra provocar excitación y emoción, la sensación de haber visto algo especial, de que esto es cine. Y de que mucho de lo que vemos en el cine es, simplemente, otra cosa distinta.