María Arnal y Marcel Bagés volvían a actuar en San Sebastián tras sus anteriores visitas a la Sala Dabadaba, al festival Glad Is The Day en Cristina Enea y al Teatro Victoria Eugenia, escenario en el que repitieron ayer. Por primera vez lo hacían para defender un disco distinto a 45 cerebros y un corazón; porque este mismo año han publicado su ambicioso y complejo Clamor. También estrenaban un nuevo formato de formación, de dúo a quinteto al contar con David Soler (guitarra, electrónica y teclado), Marta Torrella y Helena Ros (coros). Lo que se repitió, como en cada una de las anteriores visitas, es la sensación de haber conquistado al público y haber ofrecido un concierto magnífico.

Podría basar esta crónica en explicar lo que aporta la nueva formación al sonido del grupo, la contundencia de los bajos, la riqueza de las polifonías, la brillantez de los arreglos y su capacidad para contener la intensidad o hacerla explotar a voluntad. Podría, también, hablar de la riqueza visual de la puesta en escena, aparentemente sencilla pero muy rica en juegos de luces, sombras y penumbras, que adornaba las canciones aportándoles un envoltorio que las enriquece potenciando sus virtudes. Por supuesto podría desglosar el setlist y describir cada canción para mostrar la riqueza del repertorio y la variedad de ritmos, desde los más íntimos a lo más bailables. Podría alabar, y sería justo destacarlo, la voz de María Arnal, cada vez más rica en matices, brillos y registro. Podría hacerlo así; pero creo que no sería capaz de reflejar la magnitud y la potencia de lo que María Arnal, Marcel Bagés y compañía ofrecieron en el escenario.

Podría, entonces, basar la crónica en el magnetismo, tanto de la música como de la actuación, y en esa interesante mezcla de tradición y modernidad (que es tendencia en las nuevas figuras musicales patrias, cada una a su manera). Podría resaltar la contagiosa alegría de María Arnal y esa sensación que transmite de estar disfrutando de cada momento sobre el escenario (su risa, tras un tropezón, tuvo la belleza de una canción). Podría, por supuesto, mencionar las diferentes influencias con las que contextualiza cada canción, desde Izarren Hautsa de Laboa (en Tú que vienes a rondarme) a un libro de Donna J. Haraway, pasando por el sonido de las Lágrimas de San Lorenzo o el canto de los pájaros. Podría intentar reproducir el discurso vital y el mensaje que se esconde bajo las poéticas, metafóricas y, a la vez, filosóficas letras de las canciones. Podría, en resumen, intentar plasmar la magia que desplegaron desde el escenario y convirtió la noche en una velada inolvidable; pero me siento incapaz de encontrar palabras que hagan justicia (faltan colores en mi paleta, que decían Canovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán).

Así que solo puedo decir que lo que sentí ayer, sentado en mi butaca del Teatro Victoria Eugenia fue algo intenso y embriagador que trasciende lo evaluable y ponderable. Disfruté, como pocas veces, de una música y una puesta en escena que desbordaban su mensaje y no las escuché (solo) con los oídos, lo hice (también) con el corazón y el estómago. Una actuación que me hizo reír, me hizo estremecer, me excitó, me removió y me provocó ganas de bailar. Sentí a mi lado la energía del resto del público, a pesar de los huecos vacíos, y casi pude tocar la catarsis que vivía el patio de butacas. Por supuesto, me uní a la ovación unánime y estruendosa al acabar el concierto. Porque lo que acabábamos de ver no había sido normal y éramos conscientes de lo afortunados que somos por haberlo disfrutado.

Volved pronto, que estaremos allá dónde actuéis.