Reseña de Bergman Island
Con ciertos artistas resulta difícil separar vida y obra personal. Situaciones que se parecen sospechosamente a elementos de su autobiografía, obsesiones repetidas a lo largo de su obra o planteamientos ideológicos, más o menos sutiles, que siempre apuntan en la misma dirección. Mia Hansen-Løve es una de esas artistas. Ver la filmografía de la directora de Un amour de jeunesse y tener la sensación de ser testigo de sus dudas, reflexiones y la evolución de su relación con el también director Olivier Assayas, es todo uno. En el caso concreto de Bergman Island, la última película de Hansen-Løve, este paralelismo no solo es evidente, también es explícito. El propio concepto de paralelismo entre vida personal y obra es uno de los ejes de la película.
Bergman Island lo protagonizan Chris (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth), una pareja de cineastas que viajan a Fårö, la isla sueca donde vivió y rodó algunas de sus películas más célebres Ingmar Bergman. Una isla en la que la presencia constante del director sueco es constante en las conversaciones e incluso el paisaje. Los dos van como artistas en residencia, pensando en trabajar y encontrar inspiración para sus siguientes proyectos. Él, más célebre que ella, participa además en varias mesas redondas y proyecciones. En esos primeros instantes veremos una pareja cómplice, con Tony mostrando una actitud protectora y tierna con Chris cuando ella se siente mareada o ha olvidado las gafas de sol. El paisaje es idílico, como dice Chris, demasiado bonito. En ese lugar tan idílico Bergman escribió sus intensos dramas creando un curioso contraste que refleja que, como dice Tony, no siempre es verano. Ni en Fårö, ni en la relación entre Chris y Tony. Que duerman en la cama de Escenas de un matrimonio -que provocó millones de divorcios según la encargada- es un claro presagio.
Mia Hansen-Løve construye Bergman Island desde la levedad. No hay grandes problemas en la relación entre Chris y Tony. De hecho los problemas más serios parecen afrontarlos con serenidad y madurez; pero hay pequeñas disonancias, pequeños desajustes, que hacen que la ternura y protección de las primeras escenas no vuelva a aparecer. Queda claro que hay cosas que no se dicen, quizá porque no saben cómo decirlas. Por eso recurren a la creación como válvula de escape y la membrana que separa realidad de ficción empieza a ser más permeable. Cuando Chris le habla a Tony de El vestido blanco, la película que está escribiendo, y vemos que está protagonizada por una mujer llamada Amy, cuesta no ver a Amy como una representación de la propia Chris, quien, a su vez, para nosotros es una representación de la propia Mia. En pantalla vemos representada esa película dentro de la película, con Amy interpretada por Mia Wasikowska (y me niego a creer que el hecho de que actriz y directoras sean tocayas sea una coincidencia). Un juego de espejos, una metaficción, que termina enlazada con la realidad de una manera muy orgánica.
Chris está frustrada porque tiene la sensación de que siempre escribe de lo mismo. Tony le dice que aunque sea lo mismo, su perspectiva va cambiando con el tiempo. Algo que encaja muy bien si vemos los paralelismos entre El vestido blanco, la película de Chris, y Un amour de jeunesse, la película de Mia Hansen-Løve. Una parece una continuación de la otra, una repetición de situaciones pero en otro momento vital. La pasión, el deseo, el dolor de la separación, el consuelo, siguen ahí; pero ahora son distintos. Su vida avanza en espiral. Entre tanto suena Abba, el otro gran referente cultural de Suecia, un grupo asociado al baile, la fiesta y la luz. Suena con una de sus canciones más tristes en una de las escenas más dolorosas y brillantes de la película. Otro curioso contraste.
Chris le habla a Tony, o Mia le habla a Olivier. Las películas dialogan entre sí y los espectadores establecemos nuestros propios diálogos con nuestras propias referencias. Porque lo que hace Hansen-Løve es plantear diferentes preguntas sobre la inspiración, la creatividad, la comunicación, la relación autor/obra, las diferentes exigencias para hombres o mujeres y, por supuesto, sobre el amor, la infidelidad y el apoyo en una relación. Lo hace desde la relación entre el artista y la obra; pero también desde la del espectador y la obra. ¿Qué dice de Bergman que rodase esas películas y qué dice de mí que encuentro refugio en ellas? Aunque en Fårö veremos más tipos de relación: la fanática, la analítica, la económica, la que busca inspiración e, incluso, la competitiva con tres hombres luchando por ser el gallo del corral demostrando sus mayores conocimientos sobre el resto.
La película cierra con un abrazo que ata a la película con la realidad, representa los sacrificios que le suponen a Mia Hansen-Løve rodar una película y el cambio de perspectivas y prioridades aparejadas al paso del tiempo. Porque Mia Hansen-Løve plantea muchas preguntas, pero también da algunas respuestas.