La retropía, un pasado idílico que no existió

La nostalgia es un arma política. Para la extrema derecha, es su herramienta más afilada: una máquina del tiempo trucada que solo viaja a un pasado idealizado, un refugio donde el “verdadero pueblo” era homogéneo, virtuoso y feliz. Es el cuento de una edad de oro sin diversidad ni disidencia. Es lo que Ruth Wodak llama retrotopía, “una nostalgia por un pasado en el que todo era mucho mejor, aunque ese pasado fuera mítico y no real. Esa es la trampa: si ese ayer perfecto nunca existió, tampoco puede recuperarse. Pero eso no impide que la extrema derecha use el espejismo como promesa electoral: Make America Great Again (Hagamos de nuevo grande a América) o Take Back Control (Recuperemos el control) son los eslóganes de Trump o el Brexit y es que sea en Estados Unidos, Europa, Rusia o cualquier otro lugar, la fórmula se repite.

¿Es esta época cuando América era «Great»?

Marine Le Pen y Éric Zemmour apelan a una Francia pre-68 más homogénea e idílica que la actual, (aunque la multiculturalidad francesa lleva siglos existiendo con sus tensiones raciales y coloniales). En Italia, Giorgia Meloni utiliza el lema fascista «Dios, patria, familia» mientras evoca tanto el Imperio romano como la Italia conservadora previa a las revoluciones sociales. En Polonia es ilegal desde 2018 hablar de complicidad en crímenes nazis, borrando episodios históricos como pogromos y delaciones; mientras que en Hungría, Viktor Orbán construye monumentos y publica libros escolares que niegan la colaboración húngara con el nazismo y excluyen la diversidad del relato nacional.

En España, Feijó apela al feminismo de nuestras abuelas, mientras Vox instrumentaliza la Reconquista medieval como símbolo fundacional de una identidad nacional que, según ellos, debe ser nuevamente recuperada. Al mismo tiempo, ensalzan la conquista de América como «la mayor obra de hermanamiento universal», ignorando completamente la violencia colonial y la esclavitud, para contraponer una España imperial y orgullosa frente a la actual, que perciben como débil y acomplejada.

¿Son estas las abuelas de Feijóo? (Año 1935)

El mensaje es claro: antes todo era mejor. Se ha degenerado desde alguna época gloriosa indefinida, y se culpa de ese declive a los cambios demográficos y a la “corrección política”. Identificar chivos expiatorios hace más digerible el relato simplista de la decadencia nacional. La nostalgia colectiva se convierte en coartada: si el presente es decadente comparado con un ayer ideal, cualquier medida “restauradora” se justifica, por drástica que sea. 

Parece una comparación fácil, pero es que es cierta: El fascismo del siglo XX ya jugaba esa carta. Hitler fantaseó con una pureza teutónica anterior a la República de Weimar y Mussolini ensalzaba la grandeza del Imperio romano. El pasado se convierte en campo de batalla político. Eso es la retropia que usa la extrema derecha, una visión borrosa hacia atrás donde la nación era pura y homogénea, y todos los problemas modernos desaparecen. Es, en definitiva, una lucha por la memoria: quien controla el pasado, controla el futuro. Pero para que eso funcione, hay que construir un relato en el que ese pasado sea atractivo.

Nostalgia personal y nostalgia colectiva

No quiero decir que toda nostalgia sea peligrosa. La nostalgia personal es una emoción normal y comprensible: un anhelo por momentos pasados significativos a nivel individual –la infancia, recuerdos familiares, experiencias juveniles–. Es introspectiva y suele ser inocua; nadie construye un proyecto político sobre el deseo de volver a ver su serie de la niñez o revivir una cena familiar especial. En cambio, la nostalgia colectiva es otra historia. No brota espontáneamente de vivencias propias, sino que es construida y promovida desde el poder: mediante discursos oficiales, medios de comunicación y también desde el entretenimiento y el arte, con la intención deliberada de moldear la identidad de un grupo.

La extrema derecha comprende bien este mecanismo y lo explota. Esa nostalgia colectiva construida, esa retropía, se convierte en un arma para justificar políticas regresivas: si antes todo era mejor, cualquier cambio reciente ha sido negativo; si antes “éramos una gran nación”, toda transformación actual es una traición; si antes había orden, hoy solo hay caos. La nostalgia deja de ser un sentimiento entrañable y deviene argumento político para recortar libertades, excluir minorías y atacar la diversidad. y generar un sentimiento de pérdida y enfado que active su movilización. No se trata solo de recordar “los buenos tiempos”, sino de insistir en que antes todo era mejor porque el orden social era distinto, y que ese orden debe restaurarse a toda costa.

¡Qué bien se vivía en los años 50!

Por eso vemos que los votantes más seducidos por la nostalgia nacional tienden a mostrar más prejuicios hacia grupos externos: creer que el país ha empeorado desde cierta era dorada suele implicar buscar culpables a quienes culpar de ese declive. Existen estudios que han demostrado que la nostalgia colectiva aumenta las actitudes hostiles hacia “los otros” -grupos minoritarios o inmigrantes- al mismo tiempo que refuerza la autovaloración del grupo propio. Así, una emoción aparentemente nostálgica se instrumentaliza para afianzar el poder: quien controle la narrativa del pasado podrá legitimar sus acciones en el presente.

Cine, TV y cultura popular: la fabricación de la nostalgia

La nostalgia reaccionaria no existiría sin la ayuda de la cultura popular. El conocimiento que la sociedad tiene de gran parte de la historia proviene del cine, la televisión, la literatura y el arte. Si en carnavales te disfrazas de habitante de la roma clásica ¿miras un libro de historia o piensas en películas como Ben Hur o Gladiator? Piensa en la idea que tienes de la Edad Media, de los años 20, de los Indios de Nortemérica, de los piratas… Apuesto a que te vienen películas o series a la cabeza.

Y no solo con la estética. Hollywood lleva décadas alimentando relatos nostálgicos que simplifican el pasado, presentándolo muchas veces más idílico o monocromático de lo que fue. Si muchos imaginamos, por ejemplo, que el Lejano Oeste fue un mundo de vaqueros heroicos batiéndose constantemente en duelos, es en gran medida por los western. Si asociamos los años 50 con una vida feliz y sin tensiones sociales, es gracias a películas como Grease o Regreso al futuro. Las películas bélicas clásicas pintaron la Segunda Guerra Mundial como una cruzada de nobles héroes como Patton, y aunque EE.UU. perdió en Vietnam, gracias a Rambo se transformó en una victoria moral donde al final recibieron su merecido (a partir de la segunda entrega, eso sí, porque había que borrar la crítica a los propios Estados Unidos que contenía la primera). Estas narrativas audiovisuales, repletas de clichés y finales claros, han grabado en el imaginario colectivo versiones embellecidas de épocas históricas complejas.

La retropia es ese espacio de tiempo donde vive la extrema derecha. Un peligro real.
Hacíamos chistes de gordos, ¡pero todos eramos felices en los 80!

No se trata de demonizar al arte por no ser fiel reflejo de la historia –la simplificación narrativa cumple su función de entretenimiento–, sino de entender que las ficciones influyen en cómo imaginamos el pasado. Series como Downton Abbey, por ejemplo, recrean la aristocracia británica con elegancia, minimizando las desigualdades de clase y convirtiéndolas en meras diferencias de estilo de vida. Esto no hace mala a la serie, pero sí ilustra cómo un producto cultural puede reforzar cierto imaginario nostálgico (en este caso, el de una Inglaterra jerárquica pero en armonía). En resumen, las ficciones –valga la redundancia– son ficciones, pero su impacto en la memoria colectiva es real. No se trata de que siempre haya rigor histórico, matices complejos o una visión inclusiva. La cuestión es que puedan convivir distintos relatos sin que uno solo monopolice la memoria colectiva. Ser conscientes del impacto de las ficciones en nuestra percepción del pasado nos permite analizarlas con mayor perspectiva crítica y evitar caer en el espejismo de una historia simplificada y complaciente.

La llamada batalla cultural en el cine y la televisión es, en el fondo, una batalla por el relato del pasado. Mientras la extrema derecha siga utilizando la nostalgia como arma política, el audiovisual seguirá siendo uno de sus frentes de guerra preferidos. No es casual que políticos ultras presten tanta atención a las películas y series: entienden su poder para moldear imaginarios. Por eso atacan con vehemencia cualquier producción que consideran “ideológicamente inconveniente”.

No es que fueran clasistas, eran ordenados. Unos arriba y otros abajo.

Volvamos a Trump. Su retórica apelaba a un pasado idílico que nunca existió tal como él lo pintaba: la América de los 50 que evocaba en sus mítines ignoraba adrede que era un país segregado racialmente, donde muchas mujeres no podían ni abrir una cuenta bancaria sin permiso de sus maridos, y donde la comunidad LGTB+ vivía en la clandestinidad. Pero esos detalles arruinan la fábula, así que quedan fuera del encuadre. Lo importante es fijar en la mente del electorado la imagen de “los buenos tiempos”. ¿Y por qué le funciona? Porque en el imaginario colectivo los 50 son así, son como una película, como una cafetería cuquí decorada al estilo de Grease, como un musical de Elvis, rock and roll, cadillacs, colores pastel y globos de chicle. Del mismo modo que Jesucristo nos lo imaginamos con melena y ojos azules porque los artistas del renacimiento lo dibujaron según sus cánones de belleza o nos imaginamos a los vikingos con cascos con cuernos porque así los representaban primero en las óperas y luego en las películas. 

Alergia a los cambios

En los últimos años, ha surgido una corriente que trata de corregir algunos de estos clichés interesados y de mostrar lo que antes no se mostraba. Películas y series están reexaminando épocas pasadas con lentes más diversas: presentando, por ejemplo, los años 50 con sus tensiones raciales y de género, o incorporando protagonistas de minorías en narrativas históricas donde antes eran invisibles. Esto ha desatado la ira de la derecha reaccionaria, que acusa a estas revisiones de “adoctrinamiento” o “revisionismo histórico” en cuanto contradicen la versión edulcorada del pasado. Un caso muy popular fue el de la retirada de Lo que el viento se llevó en 2020 de HBO Max. En plena explosión del Black Lives Matter tras el asesinato de George Floyd por un policia, el guionista John Ridley, ganador del Oscar por 12 años de esclavitud, publicó un artículo en Los Angeles Times titulado Hey, HBO Max, ‘Gone With the Wind’ romanticizes the horrors of slavery. Take it off your platform for now («Oye, HBO Max, Lo que el viento se llevó romantiza los horrores de la esclavitud. Quítenla de su plataforma por ahora»). En el artículo, Ridley argumentaba que la película perpetuaba estereotipos raciales dañinos y pedía que HBO Max la retirara temporalmente para incluir un contexto histórico adecuado. HBO Max lo hizo y las reacciones desde sectores conservadores fueron furibundas. No porque realmente les importe la película, sino porque exponer su sesgo racista rompe la burbuja nostálgica que les interesa. Algo similar ocurre en cuanto se debate agregar contexto histórico a obras del pasado: cualquier insinuación de que un producto cultural venerado refleja prejuicios de su época es respondida con acusaciones de “censura” o “puritanismo woke”. Cabe reconocer que a veces también desde sectores progresistas se ha caído en sobreactuaciones, pero la reacción de la extrema derecha ante cualquier relectura crítica del pasado es especialmente virulenta porque percibe en ello una amenaza directa a su narrativa.

¡A Dios pongo por testigo de que no se vivía tan mal!

Cada vez que una producción histórica incorpora diversidad, saltan las alarmas en la derecha radical. No porque sea inexacto (sabemos que, por ejemplo, en la Europa del siglo XVIII existían personas de origen africano en cortes y comunidades), sino porque rompe el mito de la Europa homogénea. Cada vez que una película presenta a un personaje negro en una historia de época, ciertos sectores braman sobre “fidelidad histórica” traicionada. Curiosamente, nadie se quejó cuando Hollywood llenaba sus filmes históricos de anacronismos nacionalistas o pasaba por alto hechos incómodos.

Tampoco en la ficción

Esta reacción alérgica alcanza el colmo de lo absurdo cuando se trata de ficciones. Es muy llamativa la polémica que rodeó a La Sirenita (2023) con Halle Bailey –una actriz afroamericana– en el papel de Ariel, quien fue atacada no por rigurosidad histórica (¡una sirena es un ser fantástico!), sino porque atentaban contra la nostalgia blanca. En el caso de La Sirenita, la propia actriz y el equipo tuvieron que enfrentar una ola de comentarios racistas de quienes decían que una Ariel negra “arruinaba el legado” de la película original. Como señaló su director Rob Marshall, resulta arcaico que aún estemos discutiendo por el color de piel de una sirena, y demuestra como de dividido está el mundo real. Detrás de esa histeria hay una percepción distorsionada: ciertos públicos han interiorizado tanto el pasado blanqueado, que sienten que cualquier cambio es una amenaza existencial a su historia. Lo mismo se puede decir de los personajes racializados en la serie El Señor de los anillos: Los anillos del poder. ¿Cómo va a haber negros en un clásico?, piensan. ¡Y menos en un clásico que tiene aire medieval! A ver si ahora cuando veamos un castillo en lugar de pensar en un fornido caballero de ojos azules, vamos a pensar en una persona negra.

¡Todo el mundo sabe que las sirenas son blancas!

Algunos se están quejando, de manera preventiva, de que el remake de La casa de la pradera que prepara Netflix podría ser “demasiado woke”, olvidando –como recordó Melissa Gilbert, protagonista de la serie original– que La casa de la pradera en los años 70 ya abordaba temas como la adicción, el nativismo, el antisemitismo, la misoginia o los abusos sexuales en el matrimonio. Es decir, la nostalgia idealizada es tan selectiva que hasta reescribe la memoria de productos culturales que, en su momento, sí tocaron problemas sociales.

Algunas películas que tocan temas delicado sí que pasan el filtro

La reacción ante estas películas contrasta con la aceptación de películas como Green Book (2018). A pesar de estar ambientada en los años 60 y tocar el tema del racismo, Green Book fue bien recibida en círculos conservadores. ¿La diferencia? No desafía el relato nostálgico, sino que lo refuerza. La película sigue la estructura clásica del salvador blanco, donde el racismo es tratado como un problema individual y no estructural. En esta visión complaciente, el racismo no es una cuestión sistémica, sino algo que puede resolverse con un poco de amabilidad y contacto personal entre blancos y negros. Es una historia de redención que tranquiliza a la audiencia blanca, en lugar de incomodarla.

Además, Green Book reescribe la historia desde la perspectiva del personaje blanco, Tony Lip, minimizando la visión de Don Shirley, el verdadero protagonista de la historia real y cuya familia dijo que la historia que se contó no era cierta -pero aquí a la derecha no le importó el rigor histórico-. Hollywood ha premiado a menudo este tipo de relatos porque permiten hablar del racismo sin profundizar en su crudeza. No muestran a las víctimas como sujetos activos de su propia lucha, sino como destinatarios de la buena voluntad blanca. Por eso, mientras una película que simplemente añade un aviso sobre su contenido racista desata la ira de la derecha, una historia edulcorada sobre el racismo de los años 60 es aceptada sin problema: porque mantiene intacta la burbuja nostálgica sin cuestionar los relatos dominantes del pasado.

Además, Green Book encaja perfectamente en la tradición de cierto tipo de cine estadounidense que ensalza la mediocridad como valor. Como escribió Iñaki en este artículo, la película “defiende la bondad del hombre común frente a la complejidad intelectual y la élite cultural”. En vez de poner el foco en la opresión estructural, exalta la idea de que la verdadera virtud está en la sencillez de los gestos cotidianos y en la empatía del ciudadano medio. Hay tanto o más conflicto en la lucha de pueblo contra élite, que en la racial.

Green Book: la defensa americana de la mediocridad

27/02/2019 - Iñaki Ortiz Gascón

Esto no es una crítica de Green Book. Ya la hizo Ricardo hace tiempo y en líneas generales estoy de acuerdo, gustándome aún menos. Señala los problemas donde están los problemas y las virtudes donde están las virtudes. Yo voy a hablar de otra cosa. De lo que va Green Book, que no es del […] Leer más

Utilizemos sus mismas armas

En este contexto, es interesante la aparición de películas se rebelan contra la corriente nostálgica que caracterizan algunos géneros: por ejemplo, la chilena Los colonos (2023) de Felipe Gálvez, First Cow (2019) de Kelly Reichardt, El poder del perro (2021) de Jane Campion o The Sisters Brothers (2018) de Jacques Audiard. Todas usan las formas del western –un género clave en la construcción de la identidad americana– pero para subvertir su mensaje, exponiendo la violencia colonial, el machismo, la masculinidad tóxica o la crueldad latente tras el mito del “Lejano Oeste” heroico. Son obras que, precisamente, recogen el guante de esta batalla por la memoria: si la ultraderecha arma su nostalgia con imágenes de celuloide, habrá que responderle también desde la pantalla, mostrando la historia con sus matices y sus contradicciones. Felipe Gálvez fue muy elocuente al respecto en la entrevista que le hicimos.

Felipe Gálvez: «El cine es la máquina de distorsionar la realidad»

07/10/2024 - Ricardo Fernández

Entrevista a Felipe Gálvez, director de Los colonos. Los colonos, la ópera prima de Felipe Gálvez, fue una de las sensaciones cinematográficas de 2023. Tras su paso por Un Certain Regar de Cannes -del que volvió con un premio FIPRESCI- fue exhibida en numerosos festivales siempre con gran recepción por parte del público y la […] Leer más

En esta línea también me gustaría recomendar el documental El Rey (The King) de Eugene Jarecki, que utiliza la figura de Elvis Presley para hacer un paralelismo con el devenir de Estados Unidos. Mostrando cómo se utilizó su figura para construir el relato de los felices años 50, la América voyante, minimizar los conflictos sociales y como su ascenso y caída son un reflejo de la historia de Estados Unidos. Utilizar sus propias herramientas para desmontar su relato.

El ataque a lo WOKE: luchando contra la recontextualización del pasado

La cruzada contra lo WOKE –convertido en un término despectivo con el que la extrema derecha se refiere a la conciencia social progresista– es en realidad una guerra contra la memoria inclusiva. El revisionismo histórico de la ultraderecha no solo busca glorificar el pasado, sino impedir que se mire ese pasado con ojos nuevos. Lo WOKE no les molesta porque imponga valores modernos, sino porque pone matices donde ellos quieren un relato monolítico. Si su premisa es que el pasado fue una época de armonía, cualquier recordatorio de la esclavitud, el colonialismo o la represión ensucia ese cuadro. El problema no es recordar demasiado el pasado, sino recordarlo demasiado bien.

Pero la ofensiva contra lo WOKE no se limita a la cultura popular, no se trata solo de las películas, series o novelas: alcanza también a la educación, porque, repetimos una vez más, si controlas la memoria, controlas el futuro. No vamos a extendernos en eso pero en EE.UU. hemos visto en los últimos años iniciativas legales para censurar libros, prohibir cursos sobre racismo sistémico o vetar la enseñanza de la historia colonial bajo la excusa de que “dividen a la nación” o “fomentan el odio a los valores tradicionales”. Estados como Florida han impulsado leyes (la mal llamada Stop WOKE Act) que restringen la discusión de injusticias históricas en las aulas. Del mismo modo, se niegan los aportes históricos de las comunidades LGTB+ o se retiran de bibliotecas textos que desafían la visión tradicionalista. Es un esfuerzo coordinado por blindar la versión oficial del pasado e impedir que las nuevas generaciones la cuestionen. Si el pasado fue perfecto en su relato, cualquier mención de sus sombras es atacada como herejía.

El arte es importante para controlar el relato, pero no solo el audiovisual o la literatura. También la arquitectura se ha convertido en campo de disputa nostálgica. En en diciembre de 2020 Trump firmó la orden ejecutiva “Promoting Beautiful Federal Civic Architecture”, obligando a que los nuevos edificios federales adoptasen estilos clásicos en lugar de diseños contemporáneos. Según esa orden, “los edificios públicos deben respetar la herencia arquitectónica regional, tradicional y clásica para embellecer los espacios”. Biden la retiró en 2021, pero en 2025 Trump volvió a firmar una orden ejecutiva similar. Detrás de esa preferencia estética estaba la misma pulsión: rechazar la modernidad en favor de una grandeza monumental de otro tiempo. Por cierto, los regímenes de Mussolini y Hitler también impusieron el estilo neoclásico en muchas obras, buscando evocar un sentido de orden y renacimiento nacional inspirado en glorias pasadas. Trump llegó al punto de asociar la arquitectura moderna con la decadencia -aunque sus rascacielos sean de acero y cristal- y la clásica con la “belleza y dignidad”, en un eco sorprendente de aquellas viejas ideas. En España, Vox ha seguido esa línea, atacando la Nueva Bauhaus Europea -que no son más que indicaciones para hacer una arquitectura más sostenible e inclusiva-, a la que considera una amenaza globalista que atenta contra la identidad nacional. Para ellos, la modernidad arquitectónica es un símbolo de decadencia, mientras que la estética tradicional representa la verdadera esencia del país. Esta fijación por congelar la identidad urbana en un pasado glorificado refuerza su narrativa nostálgica y excluyente.

En la memoria colectiva, el pasado no es lo que pasó, sino lo que se cuenta. Y en la Europa de la ultraderecha, se está contando una historia truncada y parcial para servir a sus fines. Desde Polonia hasta España, pasando por Francia e Italia, se reescribe el ayer para legitimar el mañana que proponen: uno de homogeneidad impuesta y autoridad sin fisuras. Cualquier representación que añada contexto, diversidad, matices, debate, otros puntos de vista es una fisura que no se pueden permitir.

Por supuesto que el cine aún es relevante

05/03/2025 - Ricardo Fernández

El cine sigue teniendo poder para influir en la sociedad Estos días estaba escribiendo un texto sobre como el cine y la televisión han ayudado en la retropia que alimenta la extrema derecha, esa idea de un tiempo pasado mejor que nos han arrebatado, cuando surgió un debate en Bluesky a propósito de ciertas críticas […] Leer más